El niño parpadeó un par de veces, como si intentara recordar con precisión.
—Que… que soy rápido —contestó, encogiéndose de hombros—. Y que… tengo sus mismos ojos.
A Se-Mi se le heló la sangre. No porque fuera mentira —era imposible negar el parecido—, sino porque él ya estaba plantando semillas, aunque fueran tan pequeñas como esa frase.
—¿Y qué más? —insistió, con un hilo de voz.
Seo-Jun negó con la cabeza.
—Nada más… solo me sonrió.
Se-Mi lo abrazó de golpe, como si quisiera borrar cualquier rastro de ese encuentro con el calor de sus brazos. Sintió el perfume a jabón barato del pelo de su hijo y cerró los ojos un segundo.
Cuando se incorporó, volvió a tomarle la mano y apuró el paso hacia el departamento. No dijo nada más en el camino, pero su mente hervía.
Esa noche, después de acostar a Seo-Jun, se quedó en la cocina, con las luces apagadas, mirando por la ventana. La calle estaba casi vacía, salvo por una figura apoyada contra el poste de siempre.
Nam-Gyu.
Ni siquiera disimulaba.
Se-Mi apoyó la frente contra el vidrio un momento, respirando hondo, hasta que la rabia se mezcló con un miedo que no quería reconocer. Él no estaba ahí por casualidad. No después de lo que había pasado en la plaza.
No después de lo que le había dicho a su hijo.
Y lo que más le inquietaba… era que, aunque lo odiara por lo que hizo, había una parte de ella que sabía que él no se iría hasta conseguir lo que quería.
Y Nam-Gyu, cuando se proponía algo… siempre terminaba encontrando la forma.
Se-Mi no aguantó más.
Dejó la taza vacía sobre la mesada, se puso un buzo encima del pijama y bajó las escaleras casi sin pensarlo. Cada paso resonaba con el mismo ritmo que su enojo.
La noche estaba fresca, pero no lo suficiente como para apagar el calor que le subía por la garganta. Cuando salió a la vereda, él estaba exactamente donde lo había visto: apoyado contra el poste, manos en los bolsillos, como si la ciudad entera le perteneciera.
—¿Se te perdió algo? —escupió Se-Mi apenas llegó frente a él.
Nam-Gyu levantó la mirada con esa expresión que conocía demasiado bien: una mezcla de burla y arrogancia que usaba como escudo desde que lo conocía. Esa curva apenas perceptible en una comisura, esos ojos que parecían decir ¿y qué vas a hacer? sin necesidad de palabras.
—¿Además de mi hijo? —respondió, ladeando la cabeza.
Ella apretó la mandíbula.
—No te atrevas a provocarme, Nam-Gyu.
Él se encogió de hombros, pero no apartó la vista de la suya.
—No necesito provocarte, Se-Mi. Ya estás molesta conmigo desde que aparecí.
—Molesta es poco. Me abandonaste. Nos abandonaste. Y ahora me seguís como si fueras algún héroe redentor.
Nam-Gyu sonrió, esa media sonrisa que siempre le había resultado insoportable.
—No soy un héroe. Pero tampoco voy a pedirte permiso para preocuparme por él.
Se-Mi dio un paso adelante, borrando el espacio entre ellos.
—No te confundas. No sos parte de su vida. Y si seguís apareciendo en cada esquina, voy a asegurarme de que la policía te lo recuerde.
Él sostuvo la mirada, sin inmutarse, como si las palabras fueran piedras que no podían romper su calma.
—Podés intentarlo —dijo despacio, con ese tono bajo que más que una amenaza, sonaba a promesa—. Pero no pienso irme.
La tensión entre ambos era tan espesa que parecía llenar la calle vacía. Y en el silencio posterior, Se-Mi sintió algo que no quería admitir: él no estaba bromeando.
Esta vez, Nam-Gyu no se iría tan fácil.
Se-Mi dejó escapar una risa seca, sin alegría, y aflojó apenas los hombros, como si el enojo se le hubiera pasado. No era verdad, claro. Por dentro seguía hirviendo, pero sabía que a él le gustaba verla perder el control… y no iba a darle ese gusto.
Lo miró directo a los ojos, con la barbilla en alto.
—No te necesita —dijo despacio, cada palabra marcada—. Nunca te necesitó. Y ahora… menos.
Nam-Gyu arqueó una ceja, pero no dijo nada al instante. Solo la observó, como si intentara leer si lo decía en serio o solo para herirlo. Esa pausa fue suficiente para que ella sintiera que el golpe había dado en algún lugar.
—Eso… —murmuró al fin—. Es lo que te repetís para poder dormir tranquila, ¿no?
Se-Mi no parpadeó.
—Es la verdad.
Él dio un paso más cerca, tanto que ella pudo oler el perfume que solía quedarle grabado en la piel años atrás. Su voz bajó, grave, casi rozando su oído.
—Podés convencerte de lo que quieras, Se-Mi… pero él va a crecer. Y cuando empiece a hacer preguntas, no vas a poder esconderte detrás de esa mentira.
Ella sonrió de lado, fingiendo calma aunque sentía el pulso acelerado.
—Cuando ese momento llegue, yo me voy a encargar de que entienda perfectamente quién estuvo y quién no.
Nam-Gyu la sostuvo con la mirada unos segundos más, como si quisiera responder… pero solo sonrió, esa sonrisa arrogante que la sacaba de quicio.
—Veremos.
Se dio media vuelta y empezó a caminar calle abajo, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Y Se-Mi se quedó quieta en la vereda, con el corazón latiendo rápido, sabiendo que esa no era una retirada… sino el comienzo de algo que iba a ser imposible frenar.
Se-Mi lo siguió con la mirada hasta que su silueta se perdió en la esquina.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí parada, sintiendo cómo la brisa fría le enfriaba la piel pero no la cabeza. Finalmente, cerró la puerta con un golpe seco y caminó hasta el sofá, dejándose caer como si todo el peso de esos años la hubiera alcanzado de golpe.
Apoyó los codos en las rodillas, frotándose el rostro.
No podía creer que después de tanto tiempo él apareciera con esa actitud de mártir, de hombre arrepentido que quiere “reparar” el pasado. Como si cinco años de ausencia pudieran borrarse con miradas intensas y frases bonitas.
No tiene derecho, pensó.
No ahora.
No nunca.
Pero entonces la idea se le cruzó como un relámpago.
“¿Y si me mudo?”
Se quedó inmóvil un instante, probando el peso de esas palabras en su mente. Mudarse significaría empezar de cero, otra vez. Buscar un trabajo nuevo, un jardín nuevo para Seo-Jun, dejar atrás a los pocos vecinos que le daban una mano… pero también significaría dejar de verlo apoyado en cada poste, en cada esquina, en cada plaza.
El silencio del departamento se volvió más denso. Afuera, los ruidos de la calle parecían lejanos, irreales.
Y por primera vez desde que Nam-Gyu había aparecido, Se-Mi sintió que estaba ante una decisión que podía cambiarlo todo.
