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La última vez que lo vio, Se-Mi estaba sentada en el borde de la cama, con las manos apretando el teléfono como si pudiera obligarlo a responder de otra forma.
—Estoy embarazada —había dicho, con la voz temblando más de miedo que de emoción.
Él no respondió. Solo la miró como si esas palabras fueran un golpe.
A la mañana siguiente, Nam-Gyu ya no estaba. Ni en la cama. Ni en la ciudad. Ni en su vida.

Pasaron años. Años de noches sin dormir, trabajos mal pagados y miradas de lástima que Se-Mi aprendió a ignorar. Años en los que cada vez que escuchaba pasos en la escalera, su corazón latía esperando una disculpa… y se rompía cuando no llegaba.

Ahora, la música del cumpleaños llenaba el pequeño departamento. El living estaba decorado con globos azules y dorados, y en medio de la mesa había una torta con velas en forma de número cuatro. Su hijo reía con los cachetes llenos de crema, ajeno a todo lo que había costado llegar hasta ahí.

Cuando el timbre sonó, Se-Mi no pensó demasiado. Seguro era un vecino, o algún invitado que llegó tarde. Caminó hasta la puerta, secándose las manos con una servilleta.

Pero al abrir, todo el aire se le quedó atrapado en el pecho.
Ahí estaba él. El fantasma que había enterrado, con el mismo rostro que en sus pesadillas, solo un poco más marcado, más adulto… más extraño.

—Se-Mi… —dijo Nam-Gyu, tragando saliva—. Vengo a hacerme cargo de mi hijo.

Ella no respondió al instante. Lo único que hizo fue mirarlo de arriba a abajo, como si buscara las cadenas invisibles que lo arrastraban hasta su puerta después de tantos años. Y cuando por fin habló, su voz no tembló.
—Tarde. Muy tarde.

Nam-Gyu dio un paso hacia adelante, como si su sola presencia tuviera derecho a cruzar el umbral que había abandonado.
—No vine a discutir, Se-Mi. Solo quiero verlo. —Su voz sonaba firme, pero sus ojos… no. Había miedo allí. Culpa.

Ella, en cambio, no se movió.
—¿Verlo? ¿Ahora? ¿Después de desaparecer cuando más lo necesitábamos? —Su tono era bajo, pero cargado de filo.
—No fue así… —intentó él.
—Claro que fue así —lo cortó, apoyando una mano contra el marco para bloquearle el paso—. El día que te lo dije, te fuiste. Sin explicación. Sin una sola palabra.

El silencio se rompió con unas patitas pequeñas corriendo por el pasillo.
—Mamá, ¿quién es? —preguntó el niño, asomándose detrás de su pierna. Tenía los mismos ojos oscuros que Nam-Gyu, y eso hizo que a él se le apretara la mandíbula.

—Soy… —Nam-Gyu empezó a agacharse, pero Se-Mi extendió el brazo, frenándolo.
—Ni lo sueñes —le advirtió, con la voz dura—. Para él, sos un desconocido. Y yo me encargaré de que siga siendo así… si me obligás.

El niño la miró confundido, sin entender la tensión que llenaba el aire. Nam-Gyu lo observaba como si se estuviera perdiendo algo irrecuperable, y quizá era así.
—Solo déjame entrar, Se-Mi. Cinco minutos. —Su voz ahora era más baja, casi suplicante.

Ella apretó la puerta, como si el metal y la madera fueran un escudo.
—Cinco minutos no borran cinco años.

Y cerró. El golpe resonó en el pasillo, dejándolo a él solo con su culpa… y con una promesa silenciosa en la mirada: no pensaba irse esta vez.

Los días siguientes, Se-Mi sintió que algo había cambiado en la rutina… algo incómodo, como una sombra que no se iba. No era paranoia: era él.

Nam-Gyu.
Siempre aparecía.
En la esquina cuando salía a llevar al nene al jardín, apoyado contra un poste como si fuera casualidad.
En el mercado, mirando de lejos mientras ella elegía frutas.
Incluso una tarde lo vio sentado en la plaza, en el banco más cercano al tobogán donde jugaba su hijo.

—No me sigas —le advirtió en una de esas “coincidencias”.
Él sonrió apenas, sin negar ni confirmar.
—No te sigo. Solo… me aseguro de que esté bien.

Esa frase la enfureció más de lo que esperaba.
—Él siempre estuvo bien. Lo crié sola. Lo cuidé sola. No te necesito.

Nam-Gyu no se movió, pero sus ojos se desviaron hacia el niño, que en ese momento corría con otros nenes, riendo a carcajadas.
—Sí, lo hiciste bien… —dijo en voz baja—. Pero es mi hijo, Se-Mi. No voy a quedarme mirando desde afuera.

Esa noche, cuando cerró las cortinas, Se-Mi sintió un peso en el pecho. No porque le creyera, sino porque lo conocía demasiado bien: cuando Nam-Gyu quería algo, no se rendía.
Y ahora, lo que quería… era entrar en la vida que ella había construido sin él.

El sábado por la mañana, la plaza estaba más llena de lo normal. El sol caía fuerte, y Se-Mi aprovechaba para dejar que su hijo gastara toda la energía corriendo entre juegos. Ella, desde un banco, lo observaba mientras revisaba el celular.

Fue cuestión de segundos.
Miró hacia un lado para responder un mensaje… y cuando levantó la vista, el nene ya no estaba en el tobogán.

El corazón le dio un salto. Lo buscó con la mirada, hasta que lo vio: estaba de pie frente a Nam-Gyu.
Él se había agachado para estar a su altura, con una sonrisa suave, casi tímida.

—Hola… —le decía—. ¿Sabías que a tu edad yo también corría tan rápido como vos?

Se-Mi sintió un calor subirle por el cuello. No era miedo, era pura rabia.
Caminó rápido hacia ellos, con pasos que sonaban más fuertes de lo que esperaba.
Cuando llegó, tomó al niño de la mano con firmeza.

—¿Cuántas veces te dije que no hables con extraños? —le dijo, sin apartar la mirada de Nam-Gyu.

El nene frunció el ceño, confundido.
—Pero, mamá… no es un extraño, es—

—¡Es un extraño! —lo interrumpió, con un tono que incluso la sorprendió a ella.

Nam-Gyu se enderezó despacio, mirándola con algo que mezclaba dolor y desafío.
—Se-Mi… no podés esconderlo para siempre. Algún día va a saber la verdad.

Ella lo sostuvo con la mirada, apretando la mano de su hijo como si ese contacto fuera la única barrera que lo protegía.
—Ese día lo voy a decidir yo. No vos.

Sin darle más oportunidad de responder, se lo llevó de la plaza. El niño seguía mirando hacia atrás, y Nam-Gyu, inmóvil, los observaba alejarse como si estuviera grabando cada paso en la memoria.

—Te he dicho que no hables con extraños, Seo-Jun —repitió Se-Mi mientras caminaban.

El niño miró hacia adelante, con la inocencia pintada en la voz.
—Él parece buena persona…

A Se-Mi esas palabras le cayeron como un balde de agua helada. Se detuvo, se puso de cuclillas frente a su hijo y lo miró fijo.
—¿Qué te dijo ese chico?

^Semgyu^Where stories live. Discover now