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Se-Mi pasó el resto de la noche dando vueltas en la cama. Cada vez que cerraba los ojos, veía la figura de Nam-Gyu bajo la luz amarillenta del poste, quieto, seguro de sí mismo. Y cada vez que eso pasaba, la idea de mudarse dejaba de ser un simple pensamiento para convertirse en un plan.

A la mañana siguiente, no esperó a que el café terminara de colar. Abrió la laptop, buscó “alquileres” y empezó a filtrar por barrios lo más lejos posible de donde estaba. No le importaba si el departamento era más chico, si las paredes estaban despintadas o si tenía que tomar dos colectivos para ir al trabajo. Lo único que quería era distancia.

Seo-Jun apareció en la cocina, medio dormido, arrastrando los pies.
—Mamá… ¿por qué estás despierta tan temprano?

—Solo… estoy buscando algo —respondió, cerrando la pantalla de golpe.

El nene se encogió de hombros y se sentó a desayunar, pero Se-Mi no dejó de sentir esa punzada de culpa. No quería que su hijo pensara que se estaban escapando… aunque, en el fondo, eso era exactamente lo que estaban haciendo.

Esa tarde, cuando terminó de trabajar, visitó tres departamentos. El primero olía a humedad, el segundo estaba al lado de una avenida ruidosa y el tercero… el tercero tenía algo. No era perfecto, pero era luminoso, con un balcón pequeño y suficiente espacio para que Seo-Jun jugara.

Firmar los papeles fue más fácil de lo que esperaba. El dueño parecía apurado por cerrar el trato y ella, por irse.

Cuando volvió al edificio esa noche, con el contrato guardado en la mochila, sintió una mezcla extraña: alivio y miedo. Alivio por haber tomado la decisión. Miedo porque sabía que, de algún modo, Nam-Gyu lo iba a descubrir.

Subió las escaleras rápido, como si él pudiera estar esperándola en la puerta. Pero el pasillo estaba vacío.

Se dejó caer en el sofá, respirando hondo.
En una semana estarían en otro lugar. Otra calle, otro barrio… y, con suerte, otra vida.

Lo que no sabía era que Nam-Gyu ya había notado algo distinto en su manera de mirarlo la última vez. Y que, si Se-Mi pensaba que mudarse lo detendría… estaba a punto de descubrir lo contrario.

Había pasado una semana.
Se-Mi había decidido que lo mejor era irse en la noche. Había notado un patrón: Nam-Gyu siempre aparecía durante el día, vigilándolos desde lejos, y se marchaba al caer la tarde. Era su única ventana para desaparecer sin que él lo notara.

Eran las diez en punto.
Las valijas ya estaban alineadas junto a la puerta, llenas. Solo faltaban unas cuantas cosas de Seo-Jun para terminar.

Se agachó para guardar su último juguete en la mochila… y entonces, el timbre sonó.

Se-Mi se quedó helada.
A esa hora, nadie tocaba su puerta.

Se incorporó lentamente, el corazón acelerado. Por un segundo, pensó ignorarlo. Pero el timbre volvió a sonar, esta vez más insistente, más largo, como si quien estuviera afuera supiera que ella dudaba.

Caminó en silencio hasta la puerta y miró por la mirilla.

Nam-Gyu.

Estaba allí, inmóvil, con las manos en los bolsillos y los hombros relajados, pero con esa mirada que no admitía casualidades.

Se-Mi dio un paso atrás, tragando saliva. No iba a abrirle. No esa noche.

—Sé que estás ahí —su voz grave atravesó la madera—. Y sé lo que planeás hacer.

Se-Mi apretó la mandíbula.
—No sé de qué hablás —mintió, elevando la voz.

Una breve pausa.
—Vas a irte —afirmó él, sin titubear—. Con Seo-Jun. Creí que tenías más agallas que para huir como una ladrona.

Ella sintió la sangre hervir.
—No me estoy escapando. Estoy protegiéndolo.

—¿De mí? —preguntó, con un matiz de burla apenas perceptible—. No vas a lograrlo.

Un silencio espeso se instaló entre ambos, roto solo por el golpeteo suave de sus nudillos contra la puerta.
—Abrí, Se-Mi. O la próxima vez que nos crucemos… no vas a poder ignorarme.

Ella iba a responder, pero una voz pequeña y somnolienta sonó detrás suyo.
—Mamá… ¿quién es?

Seo-Jun, en pijama, frotándose los ojos.

Del otro lado, Nam-Gyu guardó silencio unos segundos… y cuando habló otra vez, su tono había bajado, pero tenía un filo que le erizó la piel.
—Abrí la puerta.

Se-Mi volteó a ver a Seo-Jun y, obligándose a suavizar la voz, dijo:
—No es nadie… vuelve a tu cuarto, ¿sí?

Seo-Jun asintió, confiado, y caminó de regreso, cerrando la puerta de su habitación. El clic del pestillo fue un alivio momentáneo.

Se-Mi se quedó inmóvil unos segundos, hasta que oyó cómo Nam-Gyu golpeaba la puerta una vez más, despacio, como si marcara el ritmo de su paciencia.

Entonces, giró la llave, salió y cerró la puerta tras de sí, quedando frente a él.

—¿Contento? —escupió, cruzándose de brazos.

Nam-Gyu la observó sin decir nada al principio, como si estuviera evaluando cada detalle: el buzo sobre el pijama, el pelo recogido a las apuradas, la respiración agitada. Después, una sonrisa lenta apareció en sus labios.
—Pensé que ibas a seguir escondida.

—No me escondo de vos —replicó, aunque su tono no sonaba tan firme como quería.

Él dio un paso hacia ella.
—Empaquetaste todo. Incluso tus libros. Y vos no te mudás así, de un día para el otro, sin que haya un motivo.

Se-Mi sintió que la sangre se le congelaba.
—No es asunto tuyo.

—Claro que lo es —dijo, con una seguridad que la hizo apretar más los brazos contra el pecho—. Porque involucra a mi hijo.

—No es tu hijo —respondió ella, en un susurro afilado.

Nam-Gyu sostuvo su mirada sin pestañear.
—Podés repetirlo todas las veces que quieras. No va a cambiar nada.

El silencio entre ellos se volvió tan pesado que podía sentirse en el aire fresco de la noche. Y Se-Mi supo, con un presentimiento incómodo, que si intentaba irse esa misma noche, él no se limitaría a quedarse mirando.

^Semgyu^Where stories live. Discover now