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Skye
Golden Bay, 18 de noviembre de 1994
04:40 A.M.

Estaba desesperada. Carecía de tantas cosas en ese punto que creí que me volvería loca. Si pasaba un solo minuto más encerrada en aquella habitación, sería capaz de lanzarme a través de la ventana y rezar por que la nieve amortiguara la caída. Aunque sonara peligroso, era una de mis opciones si las cosas se torcían demasiado.

Mi vigilante me había atado a la silla después de haberme conducido al baño de la planta en la que nos encontrábamos con la intención de que me diera una ducha rápida. Órdenes de Oliver, según me dijeron. Hubiera agradecido la posibilidad de quitarme la suciedad de encima, pero el agua estaba congelada. No sabía si era otro de los modos que tenía Isabella de castigarme o no. Pero apostaba por ello, sin duda.

Otro de todos esos castigos consistía en darme raciones minúsculas de comida y de agua, lo justo para sobrevivir. Solo una vez, la mañana del día anterior, Oliver se había despertado lo suficientemente amable como para traerme una botella de agua.

Cuando dieron la una de la mañana, el anut vigilante me había atado las muñecas con fuerza a la silla. Esa vez se había colado; las bridas me tiraban tanto de la piel que sentía ardor constante. No sabía si me llegaba bien la circulación a las manos, pero intentaba mover los dedos todo el tiempo por miedo a que se durmieran.

Hacia las tres de la mañana, más o menos, alguien llamó a la puerta. No me había dado cuenta de que había estado dando cabezadas hasta que el ruido me alertó. Era otro anut llamado Samuel que, como todas las noches, le traía a mi vigilante un termo de lo que imaginé que sería café. Su aspecto delgado y su porte peligroso me daban punzadas en el estómago.

Me palpitaba el pecho de tal manera que me costaba respirar. No podía más. Estaba en guardia; me sentía igual que si nadara en medio del océano Atlántico y hubiera un tiburón al acecho, con su aleta orgullosa asomada al exterior y moviéndose con una lentitud propia de cazadores.

—¿Cuánto tiempo más vais a retenerme aquí? —pregunté a mi vigilante después de que Samuel desapareciese por la puerta.

No hubo respuesta, como todas las veces que había preguntado en esos días.

—No podéis tenerme encerrada aquí para siempre.

Ni una palabra.

Hubo un momento, cuando el reloj que había colgado encima de la puerta marcó las cuatro de la madrugada, en que logré quedarme dormida durante bastante rato, lo cual era un logro. No soñé con nada.

Ni siquiera escuché el ruido de la puerta al abrirse. Solo cuando alguien me rozó la cara con las manos, me desperté de golpe y traté de dar un salto para alejarme de quienquiera que fuese. Entreabrí la boca para gritar por inercia, pero aquella persona me tapó la boca con fuerza. Cuando me detuve a observar al tipo con la respiración enloquecida, pude discernir a Ivik en la oscuridad de la noche.

Dejé salir como pude el aire de mis pulmones contra su palma, aliviada.

Sus heridas estaban mucho mejor. A la luz de la luna, el moratón del ojo parecía teñido de un color amarillo verdoso; imaginaba que eso era buena señal.

Ivik me apartó la mano de los labios y se llevó un dedo a los suyos. Miró a mi vigilante, que estaba repantingado sobre la silla al lado de la puerta y dormido como un tronco. Ivik volvió su mirada hacia mí y asintió una sola vez antes de agacharse en frente de las bridas que me tenían aprisionada.

—Tranquila —me susurró—. He añadido un ingrediente extra al café que toman los dos anut de la guardia nocturna. No sé cuándo despertarán. Debemos darnos prisa. Tarren está herido, no creo que nos moleste. Voy a quitarte la brida.

Querida hermanaWhere stories live. Discover now