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Skye
Algún lugar de Columbia Británica, 2 de noviembre de 1994
07:10 P.M.

El tren no traqueteaba sobre las vías de la forma que había esperado. Se movía con fluidez por la tierra y los asientos, aunque no eran tan mullidos como podrían haber sido, daban la sensación de arroparte gracias a su gran respaldo.

Estaba segura de que el niño pequeño que me había estado observando desde su asiento al final del vagón me miraba de esa forma tan llena de curiosidad por las reacciones que el tren despertaba en mí. Nunca había abandonado Edmonton, tan solo para ir con mi hermano a las montañas del norte de la ciudad. Y los trenes eran algo que solo había visto en la televisión.

Me repantingué sobre el asiento después de sostener la mirada al niño, que me empezaba a incomodar un poco, y miré a través del cristal empañado por el frío del exterior. Los bosques se extendían hacia el infinito en un mar de hojas perenes y las montañas se erguían imponentes hacia el cielo, como si sus picos fueran capaces de atravesarlo. Hacía tiempo que la luna había reclamado toda la atención en lo alto del firmamento y las estrellas se reunían en torno a ella como pecas infinitas y preciosas.

Me pregunté si encontraría a Bill en aquel lugar llamado Golden Bay. No lo imaginaba viviendo en un pueblo durante más de un año entero, aunque las montañas alrededor fuesen un gran aliciente para quedarse en caso de que pudieran ser escaladas.

¿Qué habría hecho mi hermano allí? ¿A qué se habría dedicado todo ese tiempo? ¿Habría empezado a llevar a cabo su plan de las clases de escalada? En la información que pude recabar acerca del pueblo, no se mencionaba que fuese un lugar especializado en la escalada ni nada similar. ¿Por qué habría elegido aquel sitio? Si lo pensaba con calma, quizá solo era un sitio de paso, lo cual tendría mucho sentido. Iba con el cuerpo hecho a que quizá no encontrase allí a mi hermano, pero al menos tenía un lugar en el que empezar a buscar. Estaba convencida de llevarlo de vuelva a casa; él tenía que saber lo de papá, que había superado su adicción y que, además, estaba enfermo.

Tenían que verse.

Los párpados comenzaron a pesarme. Todavía quedaban un puñado de horas hasta llegar a la estación de White Horse, así que dejé que Morfeo me acogiese en sus robustos brazos hasta que el tren se detuviera.

·

Estaba en Golden Bay, o eso me decía una extraña voz en mi interior. Miré alrededor y una bruma casi artificial me abrazó de frente. Las calles estaban desiertas y ni siquiera se escuchaba el sonido del rumor del viento, que era especialmente fuerte. Cuando emprendí el camino hacia el interior del pueblo, me di cuenta de que las piernas me pesaban como si llevase atados pedruscos inmensos.

Me detuve a un lado de la carretera vacía y miré a mi izquierda. Entre la bruma, se intuía una silueta negruzca. No podía distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer, hasta que dio un paso y la niebla a su alrededor se dispersó con timidez a sus espaldas.

Era Bill, impertérrito, con la espalda muy recta y las manos resguardadas en los bolsillos de su chaqueta. No se movió, aunque no apartaba sus ojos de mí. Brillaban de un azul anómalo que no se parecía al que recordaba.

Pasó un largo rato en el que ambos nos miramos sin actuar. Entonces Bill se giró y empezó a caminar calle arriba sin perder aquella postura solemne. El pánico me atenazó con un sentimiento similar al del día que mi hermano había desaparecido por la puerta de casa. Traté de correr hacia él, pero fue inútil. Mis extremidades parecían hechas de plomo oxidado y ni siquiera podía avanzar un paso sin que me doliese todo el cuerpo de arriba abajo. Grité el nombre de mi hermano, o al menos lo intenté. Un susurro atropellado fue lo único que abandonó mis labios, como si hubieran sido sellados por alguna maldición indecible y oscura. Lo intenté de nuevo, pero fue igual de inútil que la primera vez.

Mi garganta parecía haberse desgarrado, como si hubiera estado gritando de verdad, cuando mis labios no habían proferido más que murmullos.

Grité de nuevo y, esta vez, antes de poder musitar el nombre de mi hermano, la niebla a mi alrededor se espesó y me rodeó el cuerpo como si hubiera cobrado vida propia. Se enroscó alrededor de mi cuello para arrastrarme en sentido contrario a Bill, del que ya solo se intuía un ligero punto grisáceo en la distancia, y me llevó al interior de los bosques llenos de negrura y del dulce olor de la muerte.

Abrí los ojos con un sobresalto y miré a mi alrededor con los párpados abiertos de par en par. Me reincorporé un poco en mi asiento y me restregué la cara para alejar los últimos retazos de aquella horrible pesadilla. Se parecía a las que me habían perseguido durante más de medio año desde que Bill se había ido y, de pronto, sentía que me había espabilado de golpe. No iba a dormirme de nuevo en todo lo que quedaba de trayecto; me negaba a soñar con lo mismo otra vez, porque en el fondo sabía que, una vez abierta la veda de las pesadillas, no se detendrían hasta que me sintiera bien de nuevo.

Miré a través de la ventana y vi unas suaves luces en la distancia. Al poco rato, el conductor anunció que íbamos a realizar una breve parada en una de las estaciones de su recorrido. No sabía dónde nos encontrábamos, aunque intuía que sería algún lugar del Territorio del Yucón a juzgar por la hora, que pasaba de las dos de la madrugada.

La sensación de unos ojos clavados en mí me hizo alzar la mirada hacia el extremo del vagón. El mismo niño de antes seguía mirándome desde su asiento, con el codo apoyado en el reposabrazos y la mejilla en su mano. No parpadeaba y apenas se movía un milímetro. Su insistencia me puso la piel de gallina, pero, aun así, le sostuve la mirada por segunda vez en aquel viaje. En esta ocasión, el niño no se achantó, sino que sonrió de forma maliciosa, como si en su pequeña mente se estuviera gestando una idea retorcida. Al final, fui yo la que puso fin a aquel duelo de miradas. Intenté ignorarlo, aunque fuera complicado, pero me esforcé en no verme afectada por las miradas de un crío maleducado.

Abrí mi mochila, saqué el discman y me concentré en el ritmo del bajo de Michael Dempsey.

Cuando el tren casi había arribado a la estación, el niño y la que intuí que sería su madre, se levantaron del asiento para dirigirse a las puertas de salida. No aparté los ojos de la ventana, ya que sabía que el niño seguía con sus ojos clavados en mí. Cuando ambos estaban a mitad de camino, a la altura de mi asiento, el tren frenó con brusquedad y el niño tropezó sin remedio hasta que cayó a los pies de mi asiento, encima de mi mochila. Me quité rauda los auriculares y lo agarré del brazo para ayudarlo a levantarse.

—¿Estás bien? —pregunté mientras alzaba al niño hasta que estuvo de pie frente a mí.

No me contestó. Tan solo me miró con intensidad y, a esa distancia, pude advertir el color pardo de sus ojos, brillante y con algo oscuro oculto bajo ese iris tan singular. Se inclinó ligeramente hacia mí, como si se estuviera disculpando, y corrió hacia su madre, que lo esperaba a la salida del tren. Ambos desaparecieron a través de las puertas.

El tren se puso en marcha de nuevo. Aproveché para rebuscar en mi mochila con la intención de cambiar de CD. Mientras rozaba la carátula de Even in the Quietest Moments de Supertramp, me di cuenta de algo...

No había sentido mi cartera entre mis cosas.

Me coloqué la mochila en el regazo y empecé a rebuscar en ella con el corazón desbocado. Saqué los tres discos que llevaba, las dos mudas, la comida... Nada, no había ni rastro de mi cartera. Miré en los bolsillos interiores y en los exteriores, pero seguía sin aparecer. De pronto, sentí un pinchazo en el centro de mi torso.

El niño. Aquel condenado crío se había tirado encima de mi mochila, que yo había dejado abierta después de sacar el discman. Él había sido quien me había robado la cartera.

Miré en dirección a las puertas del tren y me oculté la cara entre mis manos. En mi cartera estaba la mayor parte del dinero, mi documento de identidad, mi tarjeta del banco y todo lo necesario para moverme sin problemas en aquel viaje. Tenía algo de dinero suelto en uno de los bolsillos internos de la mochila, pero no me daba ni de broma para permanecer ni una semana en aquel pueblo o para volver a desplazarme.

¿Qué demonios iba a hacer ahora?

Maldito crío hijo de...

Querida hermanaWhere stories live. Discover now