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Skye
Edmonton, 4 de febrero de 1993
05:45 P.M.

El ruido de las máquinas arcade y del resto de recreativas no me resultaba tan placentero como los días anteriores. Todo sonaba demasiado estridente en el interior de mi cabeza, que me había empezado a dar punzadas en el momento en que había iniciado mi turno en Rocket Park. Las luces de neón rosadas y verdosas se habían intensificado, y los carteles luminosos que colgaban por todas partes con frases que a los críos les encantaban titilaban con más potencia de lo normal. Quizá aquello no era cosa de Aran, el encargado, sino de la jaqueca.

No me gustaba la opinión que Bill tenía sobre la forma en que manejaba mi vida y en cómo tomaba mis propias decisiones. Él siempre había sido ambicioso y perseguía cosas que yo creía imposibles, como una media perfecta en el instituto, escalar en montañas de hielo, subir cuestas tan sinuosas y tan empinadas que bien podrían conducir al cielo, e incluso bucear en busca de pecios perdidos por costas heladas.

Toda esa... ambición la reflejaba hacia mí con severidad. Esperaba de mí lo mismo que esperaba de sí mismo, pero nunca era capaz de contentarlo en ese sentido.

Yo no era Bill, y Bill no era yo. Sin embargo, mi hermano no parecía entenderlo. Según él, solo buscaba lo mejor para mí. Lo cual es ridículo. ¿Qué era «lo mejor», exactamente? Para mí, lo mejor era Rocket Park, y si mi futuro estaba allí, pues fantástico.

Punto.

Pero entonces, ¿por qué no paraba de darle vueltas cada vez que Bill me atosigaba? ¿Por qué no lo ignoraba y ya está? Algo extraño me removía las entrañas cuando me imaginaba a mí misma trabajando en Rocket Park durante los próximos años.

Pero me gustaba aquel lugar. De verdad me gustaba.

—¡Los tickets!

Aquel grito me arrancó de mis pensamientos con violencia. Miré al otro lado del mostrador con el corazón acelerado. Había un par de chavales de no más de trece años con las cejas crispadas.

—¡Espabila! —El más alto tenía la mano extendida hacia mí con un buen puñado de tickets.

Lo fulminé con la mirada y agarré los tickets.

—Ahí tienes la lista de premios. —Señalé al colorido cartel que había a mis espaldas—. Tienes treinta, así que elige algo que...

—Ya lo sé —contestó mientras me dedicaba un gesto displicente con la mano.

Una sonrisa maliciosa tiró de uno de mis costados. Iba a replicar, pero me tragué la crispación y esperé con paciencia a que eligiera su puñetero premio. No era la primera vez que me topaba con chicos insolentes, pero ese día Bill me había sacado de mis casillas.

—Danos monedas para las máquinas arcade. ¿Quién iba a querer ese peluche feo? Y encima de verde vómito.

Miré hacia los peluches que guardaba en una esquina de la parte trasera del mostrador. Eran patos verdes con unas gafas que los hacían parecer unos piltrafas. Representaban el logo de Rocket Park.

Desvié los ojos hacia la cajita de madera que tenía escondida y saqué cinco monedas plateadas. Las dejé en el mostrador frente a los críos.

—¡Esto sí que mola! —dijo el otro, más bajo y con el cabello rubio como la plata—. ¡Adiós!

Alcé la mano para despedirme mientras veía como los chavales corrían hacia las máquinas como locos. Se dirigían a la de... The King of Dragons, por supuesto. Era la más demandada del sitio y solo de recordar la de veces que había tenido que reiniciarla por fallos menores...

Querida hermanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora