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Skye
Golden Bay, 15 de noviembre de 1994
10:00 A.M.

Me dejaron de mala gana en una habitación poco ornamentada de la tercera planta cuyas paredes estaban recubiertas de un papel azulado casi imperceptible, como el cielo nuboso. Era pequeña y tenía un tragaluz que arrojaba un poco de claridad en aquellos tres metros cuadrados.

Isabella entró por la puerta abierta y las joyas que llevaba colgadas de las pulseras tintinearon con cada movimiento. Brillaban más que las estrellas; su luz era cegadora.

Se detuvo un momento frente a mí y miró mi hombro herido con expresión pétrea.

—Quizá me pasé un poco —sonrió—. Cuando me dijiste a quién buscabas me alteré bastante. —Si con un «bastante» era capaz de apretar el gatillo, no quería pensar en qué habría ocurrido si se hubiera alterado «mucho»—. Mi primer impulso fue quitarte de en medio, pero luego vi en ti la oportunidad perfecta para atraer a Bill.

No contesté. Me removí en el sitio con un dolor de estómago descomunal y las piernas de gelatina. Isabella advirtió el miedo que me atenazaba y su sonrisa se ensanchó.

—¿Me ayudas a buscarlo, hermanita? —inquirió.

Isabella esperó con paciencia una respuesta. Cuando sobreentendí que no me harían daño por hablar, abrí la boca.

—No lograrás contactar nunca con él. —Noté cómo Isabella y todos los presentes se tensaban ante mis palabras—. Es imposible seguirle la pista.

—Sin embargo, tú llegaste a Golden Bay porque sabías que él podría estar aquí. —Dio un paso hacia mí—. ¿Cómo?

—Me envió una carta. —Tragué con fuerza—. El matasellos era de aquí.

—Lamento ser fisgona, pero ¿qué decía esa carta? —Mantenía un tono jovial, pero no había ningún rastro de cordialidad en sus gestos.

—Que... Que se encontraba bien.

—La paciencia no es una de mis virtudes. —Su mano alzada se movía al compás de sus palabras—. Te voy a preguntar una vez más y como se te ocurra volver a mentirme, te juro que...

—¡No te he mentido, eso es lo que...!

—¡¡No me interrumpas!! —Isabella golpeó repetidamente y con muchísima violencia una mesa de madera que había en un lateral de la habitación. Por cada feroz golpe que daba, las joyas de las dos pulseras que colgaban de su muñeca también golpeaban la superficie en un tintineo que parecía sacado de un cuento de hadas terrorífico.

Se detuvo abruptamente y se llevó el dorsal de la mano a los labios pintados. Cuando Isabella hizo el esfuerzo de calmarse y guardó silencio, me percaté del agua salada que se filtraba entre mis labios. Me restregué las mejillas rápido, pero ya era tarde. Todos los presentes se habían fijado en mis lágrimas.

—Ni se te ocurra hablar cuando yo hable. —Los ojos de Isabella eran pozos de fuego infernal y su boca se le arrugaba hacia dentro, como si se esforzara por recluir al monstruo que habitaba en su interior—. Abrirás la boca cuando yo te lo ordene. Si no eres capaz de cumplir una orden tan sencilla, haré que lo entiendas a base de palos. ¿Lo has entendido?

Asentí y liberé un par de lágrimas que rodaron por mi rostro hasta estrellarse contra el suelo. Los dos perros que nos acompañaban, el hombre y la mujer, no expresaron emoción alguna en todo ese tiempo. Isabella se ubicó a menos de un metro de mí.

—¿Dónde está la carta?

Pensé en mentirle, pero la carta no decía nada importante en realidad y quizá Isabella se calmaría un poco si le decía la verdad.

Querida hermanaWhere stories live. Discover now