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Skye
Edmonton, 10 de enero de 1994
10:00 A.M.

Papá no se encontraba bien. Cada día que pasaba estaba más delgado y pálido que el anterior, y su tristeza no paraba de crecer a pasos agigantados. Meses atrás, había parecido que se recuperaba del peso de la culpabilidad porque Bill se hubiera ido. Las secuelas que el alcohol dejó tras de sí también habían dado la sensación de estar remitiendo. Pero, después de haber bebido durante tantos años, su cuerpo no era el mismo que recordábamos.

La ausencia de embriaguez lo hacía más consciente de todo lo que le rodeaba: su hijo no estaba y su hija no se parecía en nada a la niña de catorce años que él recordaba. Se había perdido la mayor parte de mi adolescencia y, en cierto modo, éramos unos desconocidos el uno para el otro.

Mi padre no aceptó ir al médico. Alegaba que solo necesitaba un tiempo para acostumbrarse a las nuevas necesidades de su cuerpo, pero yo no estaba nada convencida. Aun así, no fui capaz de convencerlo, porque si había algo que caracterizaba a William Savard era su obstinación, tan profunda y latente que intentar mejorarla habría sido una batalla perdida.

·

Al despertar al día siguiente, el correo ya se encontraba acumulado en una pila ordenada en una esquina de la mesa del comedor. Eran las ocho de la mañana, pero no había rastro de mi padre por la casa. Supuse que habría salido más temprano al aserradero. O quizá había decidido hacer la compra antes de ir a trabajar. Sea como fuere, a mí me quedaban aún un puñado de horas hasta que empezara mi apasionante turno.

Me gustaba Rocket Park, pero últimamente...

Sacudí la cabeza y me centré en prepararme el desayuno antes de dedicarme a las tareas de casa y a preparar la comida.

Me senté en la mesa del comedor con un zumo de naranja y un par de tostadas de mantequilla y mermelada que me hicieron estremecer con el primer bocado. Me acerqué entonces la pila de cartas a mi lado para revisarla mientras tanto.

La primera de todas era la factura de la luz, la segunda un folleto publicitario de un nuevo supermercado que habían abierto hacía poco cerca del barrio. Revisé la factura, comprobé que todo era correcto y la volví a meter en su sobre. Aparté a un lado el folleto del súper y me centré en las cartas que quedaban. Agarré entonces la tercera. Era un sobre más pequeño que las demás. Le di la vuelta, pero no había remitente, tan solo destinatario.

La carta iba dirigida a mí.

Skye Savard

1 Menlo Crescent, Sherwood Park, AB T8A 0R8,

Canada

Arrugué las cejas con suspicacia.

Al darle la vuelta, lo único que había era un sello que mostraba la imagen de unas montañas llenas de nieve en sus picos y coníferas puntiagudas alrededor de sus faldas. El matasellos de color negro que había encima de este rezaba en toda su circunferencia: Municipality of Golden Bay Alaska.

Dejé el sobre en la mesa con el desayuno a medias. El corazón me aporreó el pecho como si estuviera hecho de acero y me espabilé de golpe. No conocía a nadie de Alaska...

Solo podía tratarse de...

Volví a coger la carta y la abrí sin poner mucho cuidado en la tarea. Me temblaron las manos cuando saqué el fino papel y lo desdoblé con rapidez.

Querida hermana:

Espero que estés bien y que no te hayas preocupado mucho por mí. Estoy bien, lo estuve desde el momento en que me fui. Vivo en un lugar un poco diferente de lo que había imaginado, pero no está mal. Tú deberías hacer lo mismo y vivir tu vida de la forma que quieras en caso de que sigas allí, porque conociéndote, seguirás anclada a esa casa.

Bill.

Me levanté de la silla con lentitud mientras repasaba las palabras escritas en la carta una y otra vez. Sonaban tanto a mi hermano, a esa personalidad algo estricta y práctica... Aquel trozo de papel me causó un violento escalofrío.

Estaba bien. Bill estaba bien.

Me dejé caer de nuevo en la silla con los ojos completamente abnegados de lágrimas y me permití llorar de alivio durante un buen rato. Las tostadas se enfriaron, la pulpa del zumo se acumuló en la mitad inferior del vaso y los minutos se convirtieron en horas en las que no pude hacer más que gimotear por la casa mientras desgastaba la alfombra con mis pisadas frenéticas.

No le había ocurrido nada. Estaba bien.

Después de un rato, logré aplacar parte de la histeria con respiraciones lentas y controladas. Y entonces, la furia crepitó en mi interior con la fuerza de mil tornados.

Estaba bien. Vivía en un lugar que no estaba mal. Mientras tanto, mi padre y yo estábamos enfermos de preocupación. Bill era un...

Apreté la mandíbula con saña y escondí la carta en el cajón de mi escritorio, debajo de un taco de folios en blanco y varios bolígrafos desperdigados.

Había sido tan escueto que no pude evitar morderme los nudillos de mi puño mientras paseaba de una habitación a otra. La había leído tantas veces en las siguientes horas que me la había aprendido de memoria y, cada vez que recordaba las palabras escritas en ella, un instinto que nunca creí poseer me retorcía todo por dentro. Me ardían el pecho y el estómago, me temblaban las piernas y los brazos, y hasta notaba hormigueos en la parte trasera del cráneo. No sabía cómo gestionar tanta furia. Sentía que me iba a volver loca, así que me puse un chándal viejo, unas zapatillas cualesquiera, me recogí el pelo oscuro en una coleta alta y salí de casa en dirección a la parada de autobús.

Necesitaba contárselo a Emilia.

·

Emilia se había levantado de la silla de su escritorio de forma tan brusca que las gafas que llevaba puestas casi acabaron en el suelo. Ella también había empezado a recorrer la habitación de una esquina a otra con los párpados bien abiertos y los labios fruncidos.

—Sé que no te gusta que diga cosas malas de tu hermano, pero...

—¡Tranquila! —Me reí con violencia, sarcástica—. Puedes decirlo, adelante. Es un cabronazo.

—Oh, ya lo creo que lo es.

Se acercó a mí y, sin previo aviso, me dio un abrazo que no duró demasiado por culpa de nuestros pulsos acelerados y del agobio que me embargaba. Me senté en su cama deshecha, pero me volví a levantar cuando no habían transcurrido ni cinco segundos. Sentía que iba a explotar de... algo, no sabía ni el qué con la mezcla tan repugnante de emociones que me revolvía el estómago.

—Creo que este es un buen punto de inflexión en tu vida, Skye. —Emilia se apoyó en el pequeño armario de la esquina—. Ya puedes decirle adiós a esa sensación de incertidumbre que siempre estaba ahí por mucho que quisieras olvidarla.

Aquello me sosegó en parte y por eso adoraba a Emilia; siempre daba con la tecla para que no rebasara mi límite. A partir de ese momento, podría empezar a recuperarme de verdad, a levantar un poco la cabeza. La ausencia de noticias de mi hermano me había causado unas pesadillas aterradoras y esperaba que, ahora, eso empezara a cambiar. Ya no tenía que preocuparme por él; estaba bien en Alaska y no importaba nada más. Era tiempo de dejar de pensar en mi hermano y dejar que viviera su vida, que yo iba a vivir la mía.

—Tienes razón, Emilia. —Asentí—. No se merece que piense nunca más en él. Aunque sea parte de mi familia. 

Querida hermanaWhere stories live. Discover now