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Ivik
Golden Bay, 14 de noviembre de 1994
04:50 P.M.

Fingir no saber nada sobre Skye frente a Isabella me había costado menos de lo que esperaba. Me había topado con varios de sus anut en los días anteriores, pero ninguno me había hecho preguntas sobre el paradero de la hermana de Bill. Aquello fue un alivio inmenso. Era estupendo que nadie sospechase de mí, como cabría esperar. No me consideraban alguien de quién preocuparse, así que podía pasar desapercibido. Nunca había hecho demasiado por llamar la atención y, pese a que todos me conocían, era simplemente «el favorito de Isabella». Poner el foco en mí era una pérdida de tiempo para ellos.

Volvía a la cabaña cuando casi me doy de bruces contra Oliver, que se había posado frente a mí muy erguido y tenso.

—Eh, cuidado —dije con una mano enguantada alzada a la altura del pecho—. ¿A dónde vas con esas prisas tan...?

—Será mejor que vengas a tu cabaña. Ahora.

Conocía a Oliver desde hacía años y, pese al tiempo, un escalofrío se abría paso por mi columna cada vez que escuchaba su voz profunda y hosca.

Iba de punta en blanco, como siempre, y a pesar de la vestimenta, se intuían la anchura de sus hombros y sus brazos fuertes bajo las capas de ropa. Llevaba esos pelos de reyezuelo, rubios y brillantes, bien colocados en su sitio. Se frotaba los dos anillos que llevaba en los dedos de la mano izquierda de forma intermitente mientras me escrutaba con violencia, y casi trago saliva ante el temible fulgor de sus ojos castaños. Formaba parte de la cuadrilla de policías del pueblo y era bastante apreciado por Isabella y Tarren. Era implacable, voraz.

El peor de todos con diferencia.

No acostumbraba a meterme en líos como el que tenía entre manos con Skye, así que mi reacción ante su actitud hosca pudo no ser muy disimulada. La sangre de mi rostro se drenó de golpe y olvidé cómo se respiraba. Mi cara gritaba a los cuatro vientos que sabía de lo que me hablaba. Por suerte, si Oliver reparó en mi expresión acongojada, no lo manifestó.

—¿Me escuchas o no? —Oliver me dio un golpe en el hombro no tan suave como me hubiera gustado—. Vamos.

Me dio la espalda y apretó el paso en dirección a mi cabaña. Rechiné los dientes de la rabia que ardía en mi pecho por culpa de ese gesto y de su mera presencia. En otras circunstancias, le habría partido esa mano tan larga.

Algo había ocurrido con Skye. Decenas de imágenes se agolparon en mi mente de forma caótica y mis propios pensamientos se atropellaban los unos a los otros. En ellos veía a Skye atada de pies y manos, en otros muerta sobre la alfombra de lana y en otros a punto de desmayarse por culpa de la sangre que le goteaba de la cabeza a los pies. Me costaba respirar, así que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que Oliver no se percatara de las exhalaciones que a veces no podía controlar. No tenía ningún atisbo de esperanza con respecto a Skye. Estaba prácticamente seguro de que la encontraría muerta.

Caminamos por las calles del noroeste de Golden Bay mientras la nieve crujía bajo nuestras botas de piel. El corazón me latía tan rápido que escuchaba el retumbar en mis oídos. Echaba breves vistazos a mis espaldas de vez en cuando y, aunque algunos pobres pueblerinos nos miraban con suspicacia, no tuvieron el valor de preguntar adónde íbamos con tantas prisas. 

Isabella era poderosa en la región. Había traído riqueza y prosperidad desde que emigró de California por orden de un reputado empresario dedicado al sector pesquero. El negocio marítimo creció con notables beneficios y, aunque Golden Bay seguía siendo un lugar pequeño y poco poblado, era un punto clave para la exportación de pescado. Así que, aunque los chanchullos que Isabella escondía bajo sus faldas eran poco ortodoxos y de dudosa moralidad, nadie quería ver con demasiado detenimiento; preferían fingir que el abismo existente entre Isabella y ellos mismos era imposible de cruzar. Mientras no les salpicara a los pueblerinos, todo era casi perfecto.

Sin embargo, el miedo se podía oler en el ambiente del borough. Un hedor tan poco placentero como el del pescado podrido de los barcos del puerto. Pero no los culpaba por no hacerle frente a Isabella, jamás podría. Esa mujer era un monstruo implacable disfrazado con joyas y ondas doradas. Siempre lo intuí, incluso antes de empezar a darme cuenta de las cosas que sucedían cuando ella alzaba la mano y decretaba una orden.

Habíamos llegado a la puerta de mi cabaña. En el exterior se escuchaban los bramidos de Tarren, que no paraba de repetir el mismo mandato una y otra vez.

—¡Traedme a esa cría antes de que caiga el puto sol! —gritaba.

Entramos en mi hogar y el olor a anut casi me hizo recular. Miré a mi alrededor con disimulo en busca de Skye, pero no había rastro de ella. Todo estaba patas arriba y en el suelo de la cocina había un charco de sangre que parecía el delta de un río. A su lado estaba Tarren, sentado en la superficie mientras contemplaba con mirada enloquecida el cuchillo que tenía incrustado en su pierna. Arrugué el entrecejo al imaginar el dolor, pero no pude evitar que una sonrisa ladina tirase de uno de los costados de mi boca con sutileza. Aquello solo había podido ser obra de una colérica Skye.

Oliver me instó con un sutil ademán para que me acercara a Tarren, el jefe de policía. Le dediqué al reyezuelo una mirada desafiante, pero ignoró el gesto, ya que estaba ocupado observando a Tarren.

—Ivik —gruñó el jefe—, ¿qué hacía esa cría en tu casa?

Abrí la boca para responder, pero él ni siquiera me dejó margen para hacerlo.

—Te voy a matar. —Tarren asentía sin parar como si la propia frase precisara de una reafirmación—. Te voy a desgarrar la garganta y voy a ver cómo tu sangre llena un barril de cerveza.

Oliver sonrió ante el comentario.

—Si me explicases qué está pasando, tal vez podría entender tus amenazas —contesté, demasiado desafiante para mi posición. Siete anut nos rodeaban, preparados para lanzarse sobre mí con una simple orden.

Aguanté el nudo en la garganta y no saqué las manos de los bolsillos de mi pantalón; como Tarren se diera cuenta de los temblores que me sacudían el cuerpo, sabría que ocultaba algo.

—¿Te haces el tonto? —preguntó.

—Tarren —intervino Oliver—, ahora no es el momento. Necesitas que te vea un médico con urg...

—¡Cállate! ¡Cállate la puta boca! —Tarren dio dos fuertes puñetazos sobre la madera del suelo. Fueron tan violentos que sus nudillos dejaron pequeños boquetes. Entonces me miró y no pude controlar el sobresalto—. No sabes lo que te espera. Isabella se sentirá muy decepcionada. Ella confiaba en ti, eskimo.

Traté de dar un paso hacia él, pero todos se pusieron en guardia. Algunos habían deslizado las manos hacia la parte trasera de sus pantalones, donde guardaban las navajas de caza. Levanté las manos mientras los miraba de uno en uno. Oliver me dedicó un gesto muy sutil con la mano, como si me retara a mover un mísero músculo. Me agaché poco a poco hasta estar a la altura de Tarren, aunque aún seguía a un puñado de palmos de distancia de él.

—Imagino que todo este lío es por la chica —dije con la voz ligeramente trémula. Mi cabeza estaba en plena ebullición cuando Tarren me atravesó con la mirada—. No sabía nada. Ella llamó a mi puerta y me pidió refugio. No pude negárselo.

—Ya sabes cómo castigamos la traición.

—Hablo en serio, Tarren. ¿De verdad crees que sería capaz de traicionaros? ¿A Isabella?

Lo miré a los ojos sin mover ni un milímetro las pupilas. Vigilé mi tembleque, cada inhalación, mis gestos, todo, y recé al cielo una plegaria silenciosa.

Tarren gruñó de nuevo y rompió el contacto visual conmigo para volver a examinar el cuchillo en su pierna. Mi mirada encontró entonces la de Oliver, cuyo brillo mientras escrutaba al jefe era estremecedor.

—¡Llevadme al puto médico! ¡Dios santo!

Algunos anut se apresuraron en levantar con cuidado a Tarren del suelo y llevarlo hasta el coche que había aparcado en la mismísima puerta de la cabaña. Poco había faltado para que me reventaran el porche de madera con el parachoques.

—Tú te vienes con nosotros, Ivik —ordenó Tarren desde el umbral—. No he acabado contigo.

Querida hermanaWhere stories live. Discover now