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Skye
Golden Bay, 15 de noviembre de 1994
05:22 P.M.

Había perdido la cuenta de las horas que llevaba atada a la mesa que Isabella casi parte en dos esa mañana. Después de abandonar la habitación, le susurró algo a uno de sus hombres y desapareció escaleras abajo. Al menos había podido meter en mi mochila todas mis pertenencias antes de que me atasen y las había dejado en una de las esquinas del cuarto.

Tuve todo el tiempo del mundo para pensar. No paré de hacerlo ni un instante. El odio alimentaba mis pensamientos retorcidos y la ira bullía en mi interior al recapitular todo lo ocurrido. Pensé en mi padre, aún enfermo; en Bill, que se fue dejándome sola; en Ivik, que no sabía si me había traicionado y si estaría bien; y en Isabella. Nada me reconfortaba más en aquel momento que imaginar la sangre de esa mujer esparcida por el suelo de su preciosa casa.

En los momentos de mayor raciocinio intentaba trazar un plan para escapar de allí, pero la ansiedad me impedía pensar con sensatez. Además, el olor a perro mojado me daba náuseas.

La puerta de la habitación se abrió de golpe. Tiré con vigor de las bridas atadas a mis muñecas y me hice un daño atroz. Había percibido el sonido de la madera de la puerta como si fuera una cruel amenaza. Necesitaba salir de allí cuanto antes.

Oliver atravesó el umbral, serio. Dio un par de pasos hacia mí y se quedó plantado en mitad de la habitación, erguido en toda su altura.

—Isabella quiere cenar contigo —informó—. Te acompaño abajo.

—¿Me vais a dar de comer? —Alcé una ceja, incrédula.

—¿Qué sentido tendría dejarte morir?

Sacudí la cabeza y miré al lado contrario. Oliver dio un paso y, en menos de un instante, se ubicó justo en frente de mí. Di un salto hacia atrás sin importarme estar sentada en una de las rígidas sillas que rodeaban la mesa y ahogué un grito a la espera de que algo malo sucediera.

—Estate quieta —espetó.

Cerré los ojos con fuerza, pero solo sentí el roce de sus dedos sobre mis muñecas.

—Tengo que cortar la brida —dijo con voz severa.

El miedo echó raíces en mi intestino, pero, aun así, me mantuve muy quieta.

—¿Me vas a hacer daño? —susurré.

Oliver alzó la mirada y contempló mis ojos con ademán serio.

—Claro que no. —Alzó una navaja con destreza y se puso en posición para cortar la brida.

Seguí el movimiento del arma sin pestañear. Casi me tiembla el cuerpo ante la idea que pasó por mi mente.

—¿Qué le has hecho a Ivik? —pregunté con más preocupación de la que me habría encantado mostrar.

Aquel tipo alzó la cabeza y uno de los costados de su boca se elevó con sutileza.

No contestó.

Su silencio me impedía respirar. Se me escapó una lágrima a la que siguió otra, y otra más. Los hombros de Oliver se tensaron al tiempo que cortaba la brida con un simple movimiento.

—Vamos.

—No me has contestado —aventuré a pesar de que podría no haber sido buena idea insistir.

—Vamos, Skye. —Guardó la navaja en uno de sus bolsillos—. No me gusta repetir las cosas.

Aquel perro se situó a mis espaldas y me indicó el camino. Observé a mi alrededor con la intención de encontrar alguna salida por la que pudiera escapar. Había algunas ventanas, pero conducían al abismo; no había balcones en esos laterales de la casa, solo un par de ellos en la parte frontal. Además, eran de imposible acceso. Había tres perros que vigilaban cada rincón de la casa. Si pretendía escapar, alguno de ellos me cazaría de pleno. Podía intentarlo, aunque no sabía si al hacerlo iba a perder más de lo que ganaría.

Querida hermanaWhere stories live. Discover now