—Ya veo. —Se pasó una mano por la cara, visiblemente agotado.

Las ojeras de Carl se hundían bajo sus ojos oscuros como nunca antes le había visto. Tenía el pelo corto tan alborotado que los pequeños mechones parecían zarzas puntiagudas y sus labios estaban más rojos de lo habitual. O no se encontraba bien o se había pasado toda la noche despierto.

—No te quedes en la entrada. —Me hizo un gesto con la cabeza mientras se dirigía de nuevo al interior—. Pasa.

Me adentré en aquel piso anodino y apagado que había visto en repetidas ocasiones durante el pasado mes. Antes de que Bill desapareciera, nunca antes había ido a la casa de ninguno de sus amigos, ni siquiera a la de Remi, que había sido el más cercano a mi hermano desde el instituto.

El pasillo que iba desde la entrada hasta el salón era inusualmente largo para un piso tan normal y corriente. Siempre me preguntaba la de tiempo que perderían viajando desde las habitaciones hasta la cocina, el salón o cualquier parte de la casa, en realidad. Todo estaba disperso; el baño en una esquina, los dormitorios a un lado, el salón a un extremo, la cocina en el otro... ¿Quién habría diseñado el edificio de una forma tan poco práctica? Demasiado espacio mal aprovechado.

Dios mío, había sonado como Bill.

Cuando llegamos al salón, me senté en uno de los sofás grisáceos y desgastados sin pedir permiso. Era ya costumbre después de incordiarlos durante tantos días. Estaba un poco desordenado, pero menos que otros días. Había un par de latas de cerveza en el suelo al lado del sofá y dos mandos de consola reposaban en la mesa baja al lado de paquetes vacíos de fideos instantáneos. Los cojines de los sofás estaban desperdigados por todas partes y, por alguna razón, el cuadro que siempre había estado colgado encima del sofá donde me encontraba reposaba sobre el suelo al lado del mueble donde estaba la televisión.

—¿Por qué tenéis el cuadro descolgado? —pregunté para hacer más amena la espera. Remi tardaba más de la cuenta.

Carl se giró hacia el cuadro y soltó un resoplido junto a una risa vaga. Se pasó otra vez la mano por el rostro.

—Eso fue... —Volvió a reír y me dejó con la duda.

Se dirigió hacia el pasillo y desapareció por el umbral.

Hice un mohín mientras trataba de imaginar qué habría ocurrido con el cuadro. Era mejor darle combustible a mi imaginación antes que dejar que la inquietud me devorara por dentro. La esperanza había comenzado a perder fuerza. La angustia y la frustración se habrían paso como si fuesen termitas a través de la madera.

Remi apareció entonces en el salón sin apenas darme cuenta.

—Perdona, Skye. —Se acercó a mí y pude ver una disculpa en el brillo de sus ojos castaños—. Ha sido una noche... en fin, ya estoy aquí.

Presentaba un aspecto muy desaliñado, al igual que Carl. No pude evitar sorprenderme un poco; no estaba nada acostumbrada a ver a Remi así. Era de esas personas que se preocupan muchísimo por cuidar su aspecto, incluso recién despierto. Sin embargo, aquella mañana sus rizos castaños se arremolinaban por todo su cuello de forma desordenada, no se había molestado en ponerse las lentillas, así que arrugaba los ojos en un intento por ver mejor, y tenía pequeñas heridas en los labios enrojecidos. Llevaba un chándal arrugado, nada propio en él, y una mancha de aceite decoraba el centro de la sudadera.

Cuando se percató de mi mirada colmada de sorpresa, se removió incómodo y empezó a recoger trastos como si planeara hacerlo con independencia de que yo estuviera presente.

—No tengo noticias de él —dijo mientras colocaba los cojines en su sitio—. Lo siento.

Aquellas palabras me sentaron peor que un balde de agua helada.

Querida hermanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora