CAPÍTULO XLVII

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ÉIRE

—William Hamestaff, no pensé que te vería de nuevo —le dije a aquel hombre de sedoso cabello rubio. Ya le conocía, aunque mi primera impresión de él no fue muy buena. No cuando se pasó todo el tiempo que compartimos en el gran salón de Zabia tratando de cortejarme con su escasa labia.

Él sonrió brillantemente.

—Bueno, Keelan habló con mi señor, el rey de Helisea, y llegaron a un acuerdo. Vengo aquí en su nombre y con parte de su ejército para ayudarte a librar esta guerra. Tómalo como el comienzo de una, espero, próspera paz entre nuestra gente.

Yo miré de reojo a Keelan, quien mantenía férreamente la mirada puesta en William. Él no me miró, pero su regia postura se suavizó cuando esbocé una pequeña sonrisa en dirección al comandante Hamestaff.

—Bien. Tus hombres y tú sois bienvenidos aquí, aunque no hay demasiado espacio en este improvisado hospedaje. Aún así, no debéis preocuparos: dentro de dos días partiremos hacia la capital.

—Entonces deberíamos ir pensando en la estrategia para...

—¿Estrategia? —Me reí suavemente —. Nosotros no necesitamos una estrategia, solo bestias y poder. Y eso ya lo tenemos sino me equivoco, comandante.

William me miró, confuso.

—Pensé que querías gobernar Iriam, no destruirlo.

—Oh, y lo haré. Le envié una misiva a Eris para encontrarnos al amanecer de la víspera del último día no muy lejos de aquí.

—No saldrá de sus murallas, majestad. No conociéndoos a vos. Ella sabrá que planeará matarla.

—Cuento con ello, pero también con que mi hermana adora a sus grotescos súbditos. No permitirá que destruya la capital y, si no se presenta, ambas sabemos que la convertiré en cenizas —afirmé.

—Dejemos estas conversaciones tan deprimentes para otro momento. Sois nuestros invitados, así que instalaos y conoced el lugar. Os he dejado unos barriles en vuestras habitaciones y algo de comida. Seguidme y os lo mostraré —intervino Keelan, apaciguando el ambiente como usualmente hacía.
En cuanto él habló, William y sus numerosos hombres compartieron muecas de alivio. El comandante asintió y dejó que el príncipe de Zabia lo guiase por las chozas. Debido al reducido espacio, muchos deberían compartir lecho.

—Hombres...  —suspiró Brunilda a mi lado. Yo la miré de soslayo y no pude evitar esbozar una sonrisita.

—Bueno, los hombres no son el problema, lo es la fragilidad del ego. —Me di la vuelta y me dirigí de nuevo al templo. Ella me siguió.

—¿Cómo se encuentran las criaturas razha? ¿Crees que podrán luchar? —Su mirada de soslayo brilló genuinamente y me pregunté si esa pregunta quizá contenía otras intenciones. Tal vez...  ¿conseguir información? O contrastar algo que ya la mantenía en vela.

Porque en mi mente surgía ese debate cada noche: ¿estaban los monstruos listos para luchar? O una pregunta aún más precisa: ¿estaba yo lista para dejar a muchos de ellos morir?

La respuesta a ambas era claramente negativa y me preguntaba si Brunilda también imaginaba aquello.

—No van a luchar. Se quedarán aquí, donde estarán a salvo. Además, de esa forma no tendré que preocuparme porque no dañen a quienes no deben. Tan solo estaré concentrada en la batalla.

—Ellos son nuestro activo más valioso.

—No son un activo —farfullé. Ella se detuvo en uno de los pasillos y, muy a mi pesar, yo también lo hice.

Reino de mentiras y oscuridad Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ