CAPÍTULO L

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ÉIRE

Esa noche fue una de las peores de mi vida. Apenas había conseguido pegar ojo, no solo por el nerviosismo de lo que me esperaba a la mañana siguiente, sino por las dudas y el temor a que algo saliese mal. La visión que me había atormentado por meses me había torturado durante toda la noche, y aunque al menos Gianna parecía haberse desvanecido hacía ya algún tiempo — algo que agradecía inconmensurablemente — mi mente se había divertido recreando su voz para que retumbase en mi cabeza como el zumbido de un insecto jodidamente molesto.

Aunque aquello no duró demasiado tiempo, cuando Keelan apareció en mi habitación con una taza de una bebida calentita, y se acurrucó a mi lado mientras me confesaba que él tampoco había conseguido dormir. Al parecer, el dormir juntos las últimas noches nos había hecho coger cierta rutina. Y, sinceramente, no era algo de lo que me quejase.

Mi cerebro se había desperezado en cuanto amaneció, con el sol comenzando a asomarse desde los ventanales por los mismos árboles que Keelan me había señalado la noche anterior. Mi cuerpo, en cambio, tardó un poco más en desenfundarse de las sábanas y ponerse en pie. Tuve que frotarme los ojos varias veces, patear el cubrecama y cerrar las dichosas cortinas que dejaban colarse a los rayos del sol.

Aún así, madrugué más de lo que solía hacerlo, con los ojos pegados, el cansancio pesando sobre mi espalda y una enorme migraña martilleando mi cabeza, como si se tratase de un metal empujando clavos hasta que se adentrasen en mi cerebro. Parecía una criatura Razha, horripilante, ojerosa y pálida, arrastrando mis pies descalzos sobre el mármol, procurando no despertar a Keelan mientras me calzaba y asía los botones de mi túnica color pistacho.

Abrí uno de los cajones de la cómoda, y aparté el bote de vidrio donde se enfrascaba el humo somnífero, así como la carta cerrada con la cera sellada del símbolo del reino. En su lugar, tomé entre mis manos el bote redondo y herméticamente cerrado con un corcho. Parecía contener algún líquido blanquecino y cremoso, casi como si fuese nata o leche condensada. Pero en lugar de parecer batido, era grumoso, con extrañas burbujas de aire nadando sobre la superficie.

Tuve que contener el aire en mi estómago y rogarle a mi cuerpo que no vomitase aquel brebaje, justo antes de descorcharlo y dejar que el aroma de la elaboración se escapase de la botella de cuello grueso. No apestaba, ni era demasiado desagradable. Tampoco parecía dulce ni amargo. En su lugar, desprendía un olor extrañamente ácido, casi como si se tratase de un licor fuerte.

Antes de poder pensarlo más, cerré mis labios alrededor de la boquilla, y me tragué de golpe el trago que había en aquel frasco redondo. Los grumos se deslizaron por mi garganta como cartón, pegándose en mi paladar y convirtiéndose en una bola cada vez más grande. La bebida, en su lugar, patinó rápidamente hasta mi estómago, quemando los tejidos sensibles de mi boca, y arañando con sus pequeñas y finas garras el músculo muerto de mi lengua como si se tratase de un afilador.

Inevitablemente, me arqueé, notando como la fatiga tanteaba mis amígdalas maliciosamente, amenazándome en silencio y prometiéndome con las sensaciones que acabaría devolviendo aquel brebaje. Yo me esforcé por empujar los grumos ayudándome de mi lengua, y tragué saliva tantas veces que finalmente acabó sabiendo a no más que bilis.

¿Éire?

Fruncí el ceño. ¿Mi pensamiento acababa de sonar como…Asha? ¿Por qué mi conciencia había adquirido la voz de Asha y me estaba llamando?

¿Éire? ¿Estás ahí? Llevo más de diez minutos intentando contactar contigo.

¿Asha me estaba hablando como mi…conciencia? Me esperaba una voz en mi oído, una especie de pantalla transparente que me mostraste su rostro, o tal vez…No lo sabía, cualquier otra cosa. Pero esto se sentía…muy íntimo.

Reino de mentiras y oscuridad Where stories live. Discover now