CAPÍTULO XLIII

5 0 0
                                    

ÉIRE

—¿Cómo es posible que hayan estado tan cerca? Pensé que podría tomarme la libertad de no estar alerta entre mis propios soldados, pero veo que me equivocaba —farfullé, dando vueltas inquietas por el salón más espacioso del templo. La sangre había sido limpiada, y ahora solo quedaba un suelo de mármol inmaculado, vidrieras de colores vivos que seguían con sus cristales la silueta de Cristea, y estatuas talladas para representar a muchos de los grandes reyes de Nargrave. Aún así, en el fondo de mi ser, quería aplastar aquellas piedras trabajadas y convertirlas en pedruscos. Aquellos humanos...  Muchos de ellos no habían sembrado más que la semilla que había desembocado en este caos.

—Encontraré a los culpables de esto, Éire —murmuró Brunilda, mirándome atentamente.

—¿Quién te ha dado permiso para hablar? —espeté, notando cómo mi vista se oscurecía —. Quizá deberías haber hecho tu trabajo en su momento, Brunilda. ¿Por qué han estado tan cerca esos soldados si no es por vuestra incompetencia, uh?

Di varios pasos en su dirección, y no pude evitar tensar la mandíbula con fuerza mientras mantenía su mirada. Tan solo un palmo nos separaba, pero yo sentía que las hebras de mi magia latían desesperadas por adentrarse en su pecho. Estaban ahí...  Lo rozaban con impaciencia. Solo un parpadeo más y...

Una mano apretó mi hombro.

—Déjanos, Brunilda. Será mejor que hablemos a solas —intervino Keelan. Como siempre, en el momento más oportuno.

Aún así, la guerrera aguardó erguida mi confirmación de que podía irse, y en ningún momento titubeó bajo mi mirada ni la orden de Keelan. Ella no se iría hasta que yo se lo permitiese.

Yo asentí secamente, y tras aquello no tardó más que un instante en salir del salón y cerrar las puertas dobles tras de sí.

Keelan retrocedió un par de pasos cuando yo me giré en su dirección. Por un momento, me hubiera gustado que mantuviese su mano contra mí.

—No necesito que intervengas. Ni ahora ni en ningún momento.

—Creía que ibas a matarla —repuso él, enarcando una ceja.

—Mm, ¿creías? —Me encogí de hombros —. Y yo que creía que lo había dejado claro.

Keelan suspiró, y pude ver con certeza el brillo decepcionado que ahondaba en sus ojos ámbares. Su postura era firme, pero sus facciones se veían cansadas, y apenas tardó en dejarse caer sobre uno de los sillones de la estancia. Este era del tono de un rayo de sol justo cuando cae sobre un lago: suave y dulce, casi invisible; y sus patas eran redondas y estaban bañadas en una aleación de plata y latón, moldeadas con detalles florales hasta la punta que sostenía el asiento.

—¿Sientes algo por Brunilda, Éire? —preguntó súbitamente.

—No.

Él se rio baja y secamente, y sostuvo el puente de su nariz con vagueza.

—No tengo tiempo para esto —resoplé, decidida a darme la vuelta y marcharme de una vez; sin embargo, algo me detuvo. No fue Keelan, desde luego que no fue él. Él hubiera dejado que me marchara si eso era lo que quería, esta vez fui yo quien prefirió detenerse, y le miré; le miré fijamente, con fuerza, con una voluntad que crecía en mi pecho con tal fuerza que casi dolía —. ¿Y tú? ¿Por qué has vuelto, Keelan Gragbeam?

—He vuelto por mis amigos. He vuelto para ayudarte. Y porque, sin lugar a dudas, si tengo que posicionarme en esta guerra prefiero ser aliado del bando ganador.

—¿Aliado? Ni siquiera has traído tropas para librar esta guerra.

—¿Quieres tropas? Son tuyas, entonces, pero estoy seguro de que no te hacen falta.

Reino de mentiras y oscuridad Where stories live. Discover now