CAPÍTULO XXXIV

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KEELAN GRAGBEAM.

La noche pareció interminable. Cada momento, cada risa, cada persona con la que bailé…Todo hizo de aquella noche un momento que atesoraría para siempre. Gracias a ellos. Gracias a Audry, Lucca y Éire. Porque si había una forma de hacer que mi mente se entretuviese…ellos la habían encontrado. Ella la había encontrado.

Salí de las filas de baile y dejé a Éire junto con Audry y Lucca, con los cuales mantenía sus brazos entrelazados y movía los pies entre carcajadas. Era tan bonita cuando se reía…Lo era siempre, pero en ese momento en el que sus ojos relucían…Ese momento en el que el dolor se desvanecía y todo en ella era vida…Ese momento era el mejor. Cuando realmente era ella. Cuando disfrutaba de su vida.

Para conseguir eso valía la pena cualquier cosa. Si me hubieran preguntado en ese momento, hubiera hecho posible lo imposible tan solo por escuchar su risa.

Evelyn no estaba muy lejos de nosotros, aunque estaba claramente fuera del grupo. No porque nosotros la hubiésemos apartado, sino porque ella había preferido deambular por la aldea en lugar de bailar.

Ahora mismo estaba sentada sobre unos peldaños junto con dos niños que la miraban sonrientes. Ella les había comprado unas galletas. Cerca de aquí había visto a un hombre vendiendo unas muy parecidas a precios desorbitados para estar tan duras como estaban. Aún así, aquellos niños parecían estar en las nubes mientras las mordisqueaban a duras penas.

Fruncí el ceño. ¿De dónde habría sacado Evelyn el dinero?

Así que me acerqué a ella. La princesa me sonrió. Una sonrisa amplia. Tan enorme que casi parecía cínica.

—¿Ese es tu novio, Eve? — preguntó uno de los niños, enroscando entre sus dedos uno de sus bucles pelirrojos. Evelyn rio al escuchar aquello.

—Anda, idos. Os encontraré luego — le respondió ella. Tras eso, los niños corretearon fuera de aquellos escalones y casi resbalaron calle abajo. La princesa asintió justo a su lado, invitándome silenciosamente a sentarme junto a ella.

Los escalones estaban fríos, nevados como el resto de las cosas, pero alguien había apartado la nieve a manotazos. Por los dedos entumecidos de Evelyn, llenos de trozos de hielo y perlas de agua, pude deducir quién había sido.

—¿Galletas? ¿Cómo le has pagado a ese hombre? — inquirí. Su mirada cambió en ese instante, y el color zafiro de sus ojos se oscureció.

—No he robado nada, si es lo que piensas. Tengo anillos. Muy caros, además. Uno de ellos por un par de galletas era hacerle un favor a ese buen señor.

Asentí. Aún así, no dije nada más. Quería preguntarle el porqué de su humor, sentada en estos peldaños y encorvada contra un parapeto, pero podía llegar a entenderlo.

Estar aquí no era fácil para ninguno. Todos teníamos una historia y motivos por los que llorar. Así que no me sentí con el suficiente coraje para hacerlo.

Porque yo tampoco respondería si ella me preguntara. Al fin y al cabo, ella no me conocía lo suficiente. Ni yo a ella, por supuesto. Aquel enamoramiento absurdo que tuve cuando era un adolescente que viajaba de taberna en taberna por el norte…Que tuve cuando la vi en aquel balcón…Aquello no significaba nada.

—Es bonito, ¿verdad? — me preguntó. Al principio, no lo entendí. Pero entonces seguí su mirada. Y me encontré con la enorme sonrisa de Éire mientras giraba sobre sus pies y cambiaba de pareja de baile entre Audry y Lucca. Ellos tres parecían felices. Juntos. Como…una familia.

—Sí...Lo es. Ellos son como sus hermanos. — Evelyn me ojeó. Su sonrisa no más que un esbozo ahora —. Ella nunca lo admitirá, pero los quiere más de lo que se quiere a sí misma.

Reino de mentiras y oscuridad Where stories live. Discover now