CAPÍTULO XXXIX

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ÉIRE

—¿Por qué estamos bajando al último piso? ¿Aquí no vivía la niña extraña que estaba con la princesa? No lo entiendo, Keelan, esto es bajar los estándares clarísimamente.

Él me chistó, bajando los peldaños de las escaleras frente a mí. Aquí no había ventanas. Pese a eso, el aire gélido se debía de estar colando por algún recóndito lugar de la planta, ya que charcos de nieve derretida se repartían por la madera inflada.

—¿Alguna vez has escuchado el término sorpresa?

—Mm, sí, puede ser. Pero creo que me falla un poco el concepto todavía.
Él soltó una risa baja.

—Bueno, pues espera y verás como el concepto se te refresca. — Tras eso, por fin tocamos suelo firme tras bajar las empinadas y pequeñas escaleras de las cocinas. No podía ver demasiado bien el alrededor, pero sabía que esta planta era pequeña. La más pequeña de toda la casa.

Solo podía apreciarse la enorme puerta de madera astillada que se movía con suspiros quejumbrosos, desde donde bullía el olor almizclado de los vinos de higo y miel, el suave aroma de las tartaletas de hojaldre y melocotón y las carnes más deliciosas y jugosas siendo saladas y cocinadas. Además de eso, un pasillo que parecía interminable se extendía frente a nosotros, estrecho y con las sombras retorciéndose en el, y justo rozando la madera de la escalera había una enjuta con una puerta entreabierta que no dejaba apenas nada a la vista.

Aunque, por lo que pude ver, parecía una alacena. Pero había algo más…Largo y acolchonado, con cojines y plumas esparcidas sobre…¿una cama?

—¿Por qué tendrían una cama en una alacena? — pregunté yo en voz alta; sin embargo, Keelan parecía ignorar aquello abiertamente mientras chocaba sus nudillos contra la puerta de la cocina —. ¿Keelan? ¿Desde cuando soy yo la que examina detalladamente cada rincón de la casa?

Me giré en su dirección y él volvió a chistarme. Una sonrisa bailaba en sus labios, como si para él esto fuese una especie de broma que yo no entendía. Entonces, antes de que pudiese replicar, la puerta se abrió y la tal Clarén asomó la mitad de su cara por una rendija.

Su nariz aguileña se arrugó, aunque en cuanto compartió una mirada con Keelan abrió la puerta de golpe y se limpió sus manos sudadas en el mandil vetado de hollín. A día de hoy, no sabía si aquel sudor fue por el nerviosismo de tener visita o por el calor de los fuegos. De cualquier forma, apenas tardó en dedicarnos una enorme sonrisa.

Sus dientes eran bonitos, pero tal vez demasiado pequeños. Incluso me pareció ver alguno de metal.

—¡Oh! ¡Está todo listo! Aunque yo mejor me centro de nuevo en mis tartaletas y dejo que Evelyn os dé lo que ella misma os ha preparado. — Después de decir aquello se adentró de nuevo en la cocina y dejó la puerta abierta. Aunque esta aún continuaba balanceándose con un susurro trémulo.

Tras la enorme puerta, la cocina estaba mucho más limpia. Había cepillos, trapos y barreños, lavanda seca en un par de jarrones esparcidos por la estancia, los dos hornos de piedra parecían relucir bajo tu mirada, el hielo de las fresqueras ya no parecía ni derretido ni sucio y las ollas y peroles de barro habían sido sustituidas por unos relucientes pares de color crema.

La princesa tenía el pelo recogido en una cofia idéntica a la de su compañera, mientras se limpiaba con su propio mandil sucio unas gotas de su pómulo. En un primer momento pensé que podía ser sudor o vapor, pero más bien parecían ser lágrimas.

Y es que tan solo habían pasado unas horas desde que el funeral había tenido lugar. Ahora mismo serían las ocho en punto, y mi cuerpo difícilmente se mantenía en pie sin rogarme una cabezadita. O, por lo menos, un bocado pequeño a un tallo de lavanda. Porque el hambre me carcomía por dentro desde que tomé la última cucharada de aquel guiso ayer por la tarde.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora