CAPÍTULO XXI

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ÉIRE

El sepulcral silencio del bosque de noche. La forma en la que las hojas se bañaban en rocío y el frío se pegaba a tu piel como otra capa más, como una fina capa de escarcha sobre una hoja ovalada. Pasé mis manos por mis hombros y sentí como mis dientes castañeaban, apretándome aún más contra el cuerpo de un dormido Keelan.

La hoguera se había apagado hacía minutos, y sentía la tentadora sensación de mover los hilos de mi niebla hasta que atraparan a aquel dragón en una red hecha de hebras incorpóreas, y encendiese con un resoplido aquellos trozos de leña de nuevo. Además, sentía la dolorosa punzada del hambre en mi estómago vacío. Hoy no habíamos cenado nada, y la comida apenas habían sido unos pequeños peces que habíamos tenido que trabajar por encontrar en la poza, ya que los animales salvajes cada vez eran un lujo más codiciado.

Y eso solo se podía deber a una cosa: porque los monstruos no habían encontrado humanos para alimentarse. Y, cuando en el bosque no quedase ni un solo colibrí en volandas sobre ellos, las criaturas más terroríficas empezarían a acechar cada aldea, cada feudo y cada capital.

Tragándose a millares de personas: jugosas, mortales, con sus ojos tan desmesuradamente abiertos que casi podías contar todos sus capilares.

Entonces, Eris y Einar tendrían un motivo consistente para acabar con la magia que alimentaba al bosque. Y ahí empezaba la verdadera guerra: la guerra de los humanos contra los hechiceros, quienes — esperaba — se sublevarían.

Mi ropa aún estaba húmeda, por culpa de aquellos malditos peces. Aún podía recordar a la perfección el zambullirme en esas aguas heladas, mis músculos agarrotados, mi corazón bombeando a la velocidad de un aleteo de kolbra. Y eso no hacía otra cosa sino provocarme más frío, como si aquel recuerdo lamiese mi cuerpo de arriba a abajo con una gélida y dolorosa pasada.

Me levanté de aquel lugar, deshaciéndome del agarre de Keelan, quien torcía sus labios aún estando dormido. Llevábamos días sin movernos de aquí, sin atrevernos a avanzar, pero su pensamiento sí que parecía ir mucho más rápido, mucho más profundamente. Porque, mientras nosotros escuchábamos los interminables monólogos de Audry, él simplemente miraba fijamente sus manos y se perdía entre los recónditos lugares de su ser.

Tras eso, todo en él era gélido, más gélido incluso que el aire del norte. Su tacto era frío, sus dedos rozaban mi cabello dejando tras ellos aguanieve, y sus besos ya ni siquiera me parecían adictivos, sino apagados, breves y vacíos. Yo no le reprochaba nada, no era nadie para hacerlo cuando aún soltaba alaridos en las peores noches entre sus brazos sin explicarle el porqué, pero ojalá pudiese saber qué era aquello que le atormentaba.

Porque sabía que era más que el hecho de no estar en su palacio. Sabía que era incluso más que la muerte de Symond Gragbeam. Sabía que algún veneno se había apoderado de su mente y la estaba marchitando, lenta y tortuosamente, minuciosa y agonizantemente. Sabía que algo se había adentrado por sus ojos, los cuales ya solo parecían simples, comunes y habituales, mientras miraba de forma aturdida el horizonte, como si hiciese mucho que ya ni siquiera recordaba dónde estaba.

De cualquier forma, ninguno nos habíamos atrevido a avanzar. Ninguno tomaba el rol de ser la voz cantante y daba el valiente paso de decidir sobre alguna de todas las cuestiones que manteníamos pendientes. Solo nos manteníamos en el mismo tramo del bosque, cambiando de posición, pero nunca avanzando ni retrocediendo hacia ningún lugar.

Estábamos en un punto incierto y desconocido, como si por mantenernos aquí el tiempo se pausase. Como si se detuviese para nosotros mientras que para los demás seguía corriendo.

De cualquier modo, era alentador pensar así.

Lucca estaba cerca, despierto, dándome la espalda mientras pegaba sus rodillas a su pecho y se aferraba a una rama que mantenía entre sus dos manos abiertas, haciéndola girar con rapidez justo encima del leño que Audry siempre dejaba entre ambos. Me senté a su lado sin decir nada, así que no le distraje mientras un pequeño hilo de humo emergió haciendo ondas a nuestro alrededor, causado por la fricción que hacían el leño y la rama.

Reino de mentiras y oscuridad Where stories live. Discover now