CAPÍTULO XXXVII

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ÉIRE

El silencio tras un ataque era abrumador. Te aturdía. Mareaba tu conciencia hasta que no quedase nada de ella además de miedo. Miedo a que aquel silencio no se extendiese. Miedo a que pronto aquel silencio podía volver a ser llenado de gritos, súplicas y alaridos.

Era el peor silencio de todos. Porque era el silencio orquestado por el terror. El silencio que tan solo rellenaba sus huecos cuando una mujer gritaba por haber perdido a sus hijos. Por haber perdido a su pareja. Por haber perdido a sus amigos.

Por haberlo perdido todo menos la memoria. Aquella que la sentenciaría a vivir con miedo por el resto de su miserable vida.

Ahora la aldea era una concentración de ruinas, casas derrumbadas, espantapájaros antes llenos de paja ahora no eran más que cabezas coloreadas que te observaban desde el suelo. La lechosa nieve ahora se bañaba de rojo, de verde, amarillo y naranja: de sangre y vómito. La gente sostenía velas ya gastadas sobre platos cubiertos en cera y observaban lúgubremente lo que había sido su hogar.

El cielo empezaba a esclarecer por la llegada del alba, pero aún así todo estaba extrañamente oscuro. Apagado. Sombrío. Como un cementerio sin lápidas ni mausoleos pero con cuerpos a la vista. Con cuerpos desmembrados, abiertos en canal, con su rostro bañado en el horror más crudo que jamás había visto.

Los Minceust habían venido a ayudar, y ellos mismos habían ayudado a los aldeanos a apilar e incinerar los cuerpos sobre leños de madera. La suma sacerdotisa de la aldea, la cual había conseguido mantener su templo intacto, estaba esparciendo entre las yemas de sus dedos un polvo azul que caía al suelo como zafiros molidos.

—Vuestra labor en esta tierra ha acabado. Dejad que el fuego os consuma dentro del círculo y convertíos en polvo. Polvo de cielo, nubes, y magia. Renaceréis en el lecho de Cristea, de donde todos provenimos. Bien aventurado sea vuestro viaje y que la tríada decida si vuestra alma es tan pura como para ascender a la bendición de otra vida. — Tras eso, sus pies descalzos parecieron danzar para salir del círculo que ella misma había trazado.

Toda la gente que se congregaba asintió. Algunos aún limpiaban sus lágrimas, otros se habían encerrado en sus casas de tejado tambaleante, y otros simplemente parecían alicaídos mientras guardaban silencio respetando el luto.

No sabía cuántos habían caído. Tal vez una decena. Pero los otros que habían sobrevivido…La mayoría no habían salido ilesos.

Entonces, Asha misma fue quien con una antorcha dejó que aquella superficie prendiera, hasta que las llamas reptaron y empezaron a consumir cada uno de los cuerpos apilados.

Sentí como Audry apretaba mi mano con aún más fuerza, mientras se limpiaba una de las tantas lágrimas que habían rodado por sus ojos.

—Debería haber hecho algo más. Debería haber actuado antes. ¿Cómo voy a ser un buen guardia si ni siquiera he podido vencer a tiempo a este monstruo? De hecho, ni siquiera podría haberlo hecho solo.

Yo le miré. Sus ojos color avellana relucían bañados en lágrimas. Lágrimas de decepción hacia sí mismo, de tristeza por las vidas que no había podido salvar.

¿Y qué podía ser más honorable que eso? ¿Qué podía ser más bondadoso que eso? ¿Quién podría ser más valiente, bueno y maravilloso que Audry?

Nadie. Yo ya tenía mi respuesta propia.

—Los monstruos no encuentran alimento. Ya no quedan presas de las que alimentarse en Gregdow, así que van tras los mortales. ¿Cómo íbamos a deducir que un monstruo al que ni siquiera conocíamos atacaría? ¿Cómo íbamos a vencerlo cuando ni siquiera sabíamos cómo? — Me giré en su dirección, y acuné su rostro bañado en lágrimas entre mis manos. Me perdí en su mirada descorazonada, y nada pudo hacerme sentir peor que eso —. Nadie podría haberlo vencido antes. Ni solo. Arriesgaste tu vida por estas personas y la mayoría tan solo hubiera huido. No sabes cuan orgullosa estoy de ti, Audry. Eres demasiado bueno para este mundo.

Reino de mentiras y oscuridad Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz