33. Índigo.

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Tras semanas de gruñidos, el Rey Luna ya se había acostumbrado al mal carácter del Rey dragón. Pasó de prestarle atención, se centró en sanar las heridas en su pierna ateniéndose a que en cualquier momento se marcharía con furia para seguir rezongando como león enjaulado.

Pero no pasó.

Al igual que las olas lejanas, el temple del dragón comenzaba a ceder. Su mirada se perdió en el oscuro infinito del océano nocturno, descansando el brazo en el barandal de la terraza, el mentón sobre el mismo, y su alma en el rugido de las olas hasta el horizonte. Estaba harto, derrotado, cansado física y mentalmente. Apaciguando la rabia con razón, reconocía estar haciendo mal otra vez.

Una vez estuvo sano y recibió un par de palmadas amistosas en el muslo, se levantó para seguir mirando las olas, ignorando totalmente la presencia del contrario, o eso parecía en un principio. Gin le dio su tiempo, sabía que no sacaría una disculpa de un dragón testarudo solo por acorralarlo con la verdad, y que este se tomaría el tiempo de reflexionar como si las ideas fueran de su propia autoría.

Cinco, diez, quince minutos; el Rey Luna seguía esperando. Finalmente se resignó, se levantó de su asiento y se apoyó en el barandal junto al dragón.

—Ooh... —lamentó Gin admirando la costa, donde un grupo de focas descansaba bajo la luz de uno de los faroles del hotel, cercana a los roqueríos— Pobres focas.

—¿Ah? —sacado de sus pensamientos, Índigo observó a los animales con cuidado sin entender a qué se refería su compañero.

—Se enamoraron del foco —su risilla estúpida resonó como lavadora descompuesta...

Aquel fue un chiste, uno de los peores, y el dragón había escuchado muy pocos en su vida. No hubo la más mínima sonrisa en sus labios, los que se estiraron planos mientras sus ojos rodaban a las estrellas.

—¡Agh! —Gin igualó el gesto, harto de su seriedad. Siguió bebiendo su agua de coco.

—Lo siento —al fin Índigo lo soltaba, abriendo los ojos asombrados de su compañero pues, al contrario de lo que Gin pensó, el dragón realmente se veía decaído y arrepentido. Un extenso suspiro abandonó sus pulmones, apoyando el torso en el barandal— Hablo de más cuando estoy enojado. Me has tenido mucha paciencia y no eres para nada un inútil.

—¡Oh! Hasta que te das cuenta —se hubiese mofado, mas contuvo cualquier resentimiento. Sabía que sacarle una disculpa a "un muro" ya era lo suficientemente difícil y, entendiendo qué traía a Índigo tan estresado, sabía que su ego no era lo más importante en aquel momento.

—Yo lo soy —era una dura conclusión salida de boca de un viejo y orgulloso dragón, como una carta de renuncia o una despedida. Gin se atoró con su bebida, rabioso, no lo aceptaba.

—¡Aaah no! —le dejó un ruidoso manotazo en la espalda que a Índigo no le movió un cabello. Exaltado juntaba aire para expresar su queja sin pausas— ¡Estás frustrado, Índigo! Y no es de hoy, es de toda tu jodida vida ¡La de tus ancestros! No es necesario que repita lo mismo que los otros dos ¿Cierto? ¡Pues lo haré! ¡Debes soltar la gran carga que hay en tu consciencia! No eres ningún inútil, al contrario, has buscado por cielo y tierra sin parar, defendido al Reino Cyaneus por siglos ¿Nada de eso cuenta para ti? ¡Qué espanto! Porque si el colosal esfuerzo en todo lo que haces "no es nada" ¡Entonces me estás diciendo que la vida de la mitad de nosotros es vaga y no tienen ningún sentido!

—¡Ya! —objetó al borde de estallar, dispuesto a expresar su frustración, era el logro que Gin hacía tiempo buscaba— Quinientos años ocupado día y noche, pero ¿Para qué? ¡Maldición! Quinientos años para aprender de la vida y el mundo ¡Y aún así le hice falta a mi hijo!

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