32. Dragones Necios.

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14 de Setiembre de 1985.

6:PM.

Regresando al día en que Vante y sus amigos llegaron al Reino Invierno, la noche había caído, pero no la férrea necedad del dragón. Conocer en persona la Cascada de Nieve Ascendente fue un sueño hecho realidad para el príncipe, mas también un golpe bajo. Recordó al conejito blanco que le leyó incontables historias del Reino Invierno cuando era niño y... también sus propios dibujos. Que Louis mencionara las pinturas que él tanto atesoró, las que a Clément sinceramente le encantaban a pesar de sus colores errados, y que actualmente estaban rotas junto a los recuerdos de la infancia en la que fue inocentemente feliz, entristeció al príncipe.

Desgraciadamente, al ser criaturas tan necias, ira y pena solían ir de la mano en el corazón de los dragones. El "estoy triste porque recordé a Clement, es difícil lidiar con las contradicciones de mi infancia y cuánto extraño a mi papá", que debió salir de su boca, fue reemplazado por gruñidos bajos, brazos cruzados de camino a la cabaña del hechicero, y un "Estoy enojado con Louis, por su culpa rompí mis pinturas".

¿Darle de su sangre al vampiro sediento? Ni hablar. Grrr~ Ruah~, subió solo al entrepiso y se tiró boca arriba en el colchón sin estirar la manta siquiera. Quería convertirse en dragón para destrozar cojines, pero no había cojines y... claro «¡Ya no soy chiquito! Tendría que zamarrear árboles», tontamente le fastidiaba.

Largas orejas negras se asomaron por la escalera, temerosos pero hambrientos ojos rojos divisaron a su presa.

—Mi cuello está disponible si no se deja —comentó Agust con ligereza, casi tarareando al disponerse a cocinar.

—¡No! —Vante gruñó al oírlo, sentándose de golpe y más rabioso al no hallar nada que aventar.

—Pediste que no bebiera más sangre de viejos cochinos —recordó Louis resentido, subiendo para sentarse en el borde del colchón.

—¡¿Eh?! —Agust reclamó ofendido, desatando las carcajadas de Jack que se acomodaba en el sofá a un par de metros— ¡Viejo cochino tu papá!

—¡Dijiste que mis pinturas parecían un gran vómito! —alegó el dragón mañoso contra el vampiro— Y ahora quieres morderme~.

—Ay, Vante... Eso fue hace dos semanas ¿No puedes olvidarlo? No sabía que eras... ya sabes.

—Uh —Agust inhaló atento; mencionar el daltonismo del dragón fue una pésima idea.

Un rugido hizo a la liebre caer de espaldas a la planta baja y correr a esconderse bajo el sofá. Jack se inclinó de cabeza para ver sus ojos rojos, brillantes y asustados.

—¡Ooh~! Coñehito pim~ pum~ —habló el elfo compadecido, con su típica voz ridícula—. No se asuste.

—¡Vante! —el hechicero regañó con voz grave, dejando la carne de golpe en el mesón para alzar la vista al entrepiso— Si no controlas tu ira te pondré un hechizo encima ¡Louis no tiene la culpa de que te sientas mal!

El dragón volvió a rugir, seguro espantando a los vecinos. Sus ojos azules se asomaron desde lo alto con el ceño fruncido, al que el hechicero puso un alto tronando los dedos y lanzando con estos un pequeño sello mágico que lo tumbó de regreso hacia atrás.

—Sólo para que te calmes —advirtió el mayor volviendo las manos a la cocina—. Ahora sí; ve a cenar, Louis.

—¡¿Qué?! —La liebre salió de su escondite a saltos, espantada— ¡Pero no lo trates así!

—¿Qué? Es un dragón joven, alguien tiene que controlarlo ¿Quieres que tire la casa a gruñidos o que te mate de un infarto, conejito? —Ay... —dolía admitirlo, pero Agust tenía razón. Siempre llevaba la maldita razón.

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