Capítulo 19

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1156 d.C.

Había ido tan rápido que Inari no tuvo tiempo de reaccionar. En un instante él había desaparecido de delante de ella y había avanzado hasta esos hombres. Sin embargo, al llegar allí no murieron. Sino que todos fueron impulsados por una fuerza invisible hacia ambos lados. Todos, menos una persona.

Él quedó agachado con una mano apoyada en el suelo por el impulso, a los pies de la única mujer que había allí presente. Era alta y esbelta, pero lo que más llamaba su atención eran los mechones rizados y rojizos que enmarcaban su pálido rostro asustado.

A medida que se levantaba del suelo, la mujer, temblando, lo apuntaba con su arco, pero él ni siquiera se inmutaba. Los demás hombres estaban a cinco metros, observando la escena con temor.

- ¿Qué te ocurre? –Le gritó Inari, sin entender lo que estaba pasando. - ¡Detente, por favor! –exclamó.

Sin embargo, para él ya no existía nadie más que esa mujer, que temblorosa presionaba la punta de la flecha contra su pecho.

Lo que Inari no entendía era cómo lograba mantener todo ese odio, toda esa muerte que crecía y crecía en su interior, cuando sabía lo que le costaba a él controlarse, aunque tampoco sabía si eso podía definirse como control.

Un pequeño hilo de sangre resbalaba por su pecho, desde allí donde la flecha presionaba débilmente la carne. La mujer debía tener tanto miedo que estaba paralizada y no se atrevía a disparar. Él agarró la flecha con una mano y la partió en dos.

Inari nunca lo había visto comportándose de esa forma y, la verdad, es que también estaba asustada. Tanto por él como por esas personas.

Viendo la escena y seguramente también temiendo por la mujer, los hombres que había lanzado se levantaron y todos dispararon contra él. Sin embargo, antes de impactarle, se formó una barrera de esas cenizas negras girando a gran velocidad a su alrededor, rompiendo las flechas cuando impactaban en ello.

Él observaba a la mujer, observaba sus ojos verdes y su pelo rojizo y rizado a escasos centímetros de su rostro, notando su respiración acelerada.

- ¿Ahora quién es el que tiene miedo? –le susurró a la mujer, que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. -Eh, Verónica, ¿ahora quién le teme al otro?

- Yo-o no soy Veróni-ica –decía la mujer, tartamudeando por el miedo. -Te está-ás equivocando, po-or favor, déjame.

Sin embargo, la mente de él estaba tan sumergida en la oscuridad que su parte racional se encontraba totalmente a ciegas, incapaz de encontrar el camino para salir a la luz y hacerse presente.

De mientras, lo único capaz de hacerse ver en su oscuridad eran todos los recuerdos dolorosos de su vida. Era capaz de volver a sentir el dolor, el miedo, la angustia y la desesperación. Y, en todo momento, su sonrisa de dientes blancos y labios rojos como la sangre, sus ojos felinos y dominantes y su cabello entrelazado, pelirrojo y largo. Sus finos y largos dedos le acariciaban el rostro, prometiéndole que el dolor se había acabado, aunque él sabía perfectamente que volvería. Porque el dolor nunca se acaba, siempre te persigue. Al igual que Verónica. Verónica, la hermosa mujer eternamente joven, la mujer del pelo de fuego y dulce y despiadada como el diablo.

Él acariciaba el rostro de la mujer, mientras ella temblaba y todos lo observaban expectantes, preguntándose qué haría. Entonces, la agarró por detrás del cuello y la acercó hasta quedar su boca a la altura de su oído y le susurró:

- No te mereces que te mate rápido. Mereces sufrir, al igual que tú me hiciste a mí, Verónica.

La oscuridad en su interior ya estaba albergando una cantidad que cuando lo dejara ir no solo mataría a esas personas, sino a la montaña entera.

Las Lágrimas de AnurWhere stories live. Discover now