1 | Un trato con el escurridizo desconocido

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1 | Un trato con el escurridizo desconocido.

Cuando repartieron el don de ser olvidadiza, definitivamente yo me encontraba en primera fila.

Oh, santísimo Dios de los pelirrojos, que alguien me dé con la silla.

Releo el mensaje de Wendy y entro en pánico. Hoy es un mal día para ser olvidadiza. Aún más, cuando debo entregar un trabajo junto a una presentación a la profesora que no te puede ver ni respirar, porque descarga su mal humor contigo.

¡Llego peligrosamente tarde!

Es lo que pasa cuando te distraes sacándole fotografías a los pájaros desde la ventana.

Busco en el desastre de mi habitación unos tenis y por el camino encuentro uno negro y otro rojo. No pierdo tiempo buscando el correspondiente y me los calzo, luego de ello, recojo mi cabello en una coleta alta igual de desastrosa que mi habitación y salgo, pero vuelvo a entrar por mi mochila y el dichoso trabajo.

—¡Mamá!—exclamo, bajando las escaleras más rápido que rayo McQueen.

—¿Qué sucede?

Helen, mi madre, acaricia su evidente vientre de embarazada y se acomoda en el sofá. Llego hasta ella y acaricio a mi esperado hermanito, antes de preguntar:

—¿Dónde está papá? No me respondas, no lo veo por ningún lado, así que deduzco que está trabajando. ¿Y las llaves de uno de los autos?—casi considero la idea de irme corriendo—. ¡Llego tarde! Oh, Dios mío, ¿por qué tengo que ser tan olvidadiza?

Mi madre parpadea sin comprender ante mi atropellado vómito verbal.

—¿E-eh? No lo sé, cariño, están...

No espero a que responda y corro hacia el perchero cerca de la entrada, busco entre los bolsillos de los abrigos y encuentro las llaves.

—¡Adiós, mamá! ¡Te amo mucho!

—¡Heather Alaia Bruna, acuérdate de desayunar!

—¡Lo sé!

Cierro la puerta tras de mí y camino a toda velocidad hacia el garaje. Hago las cosas tan rápido que casi suelto una palabrota cuando mis dedos estaban destinados a ser víctimas de la puerta del auto.

—De acuerdo, Heather, no puedes conducir como una desquiciada—me digo y enciendo el motor del auto.

Saludo al vigilante cuando paso por la entrada de la urbanización y decido relajarme.

—No llegaré tarde—intento convencerme.




Llegué tarde.

La profesora Kenia, tan agradable como siempre—nótese el sarcasmo—abre la puerta del aula con mala cara, acto seguido, realiza un ademán de cerrarla, pero se toma unos segundos en los que mi esperanza crece al pensar que me dejará entrar, sin embargo, me arrebata el trabajo de las manos y cierra la puerta.

He perdido los puntos para la defensa de dicho trabajo.

Giro para ir a la cafetería y saco mi móvil al escuchar el tintineo de un mensaje nuevo.

El poder de una sonrisaWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu