8. La fragilidad de una mente sin memoria

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Alana

Al abrir los ojos, la conocida luz empotrada en el techo ya empezaba a ser una imagen recurrente. Estaba apagada, pero eso no quería decir que la habitación estuviese absurdamente iluminada por la luz del sol que entraba demasiado brillante por las ventanas.

Oí una voz masculina cerca, y luego, una enfermera me apunto con una pequeña linterna hacia el rostro.

—Alana. ¿Me oyes?

—Sí —murmuré, dando manotazos para que quitara la luz de mi rostro. Me dolía la cabeza y sentía que se me iba a partir el cráneo—. ¿Puedes dejar de apuntarme con esa cosa? Me duele la cabeza.

—Lo siento. —Se disculpó la chica con nerviosismo. Tal vez era solo una estudiante en prácticas—. Llamaré a la jefa.

Escuché sus pasos alejándose y al intentar abrir mis ojos nuevamente, vi a mi lado al chico con el que había estado hablando antes del black out.

Estaba sentado a mi lado, mirándome con cara de desconcierto.

—¿Tú me trajiste aquí? —pregunté. Hice el intento de incorporarme en la camilla, pero él se levantó, impidiéndolo. Sus manos quedaron suspendidas en el aire, como si hubiese intentado empujarme por los hombros, arrepintiéndose a medio camino.

—Lo siento —carraspeó y volvió a sentarse—. Sí, yo te traje. Te desmayaste de un momento a otro.

—Perdón. Pero ya estoy en buenas manos, puedes irte si quieres. —No se movió. Se quedo en silencio, sin mover ni un musculo—. O... no. Como quieras. 

La jefa del centro de salud entró en ese momento. Al verme, ladeó su cabeza y negó, divertida.

—Alana, tanto tiempo sin verte —dijo acercándose—. A estás alturas creí que ya lo tendrías más controlado.

—Yo también lo creía —respondí.

La doctora Liett, así como muchos otros de mi círculo cercano, sabían de mis problemas de jaquecas y los desmayos recurrentes. Pero no este chico que estaba a mi lado, mirándome como si de un momento a otro fuera a desmayarme otra vez, o explotar. No estaba segura. Pero su cara de bambi asustado se me estaba haciendo extrañamente adorable.

—Bien. Si no tienes ningún golpe relevante, sabes mejor que yo lo que tienes que hacer. Les daré una nota para justificar las clases que hayan perdido —dijo escribiendo algo en su libreta. Puso un timbre y arrancó la hoja, entregándomela—. Descansa y tómate el tiempo que necesites antes de marcharte. Hasta luego chicos.

Ambos nos despedimos al mismo tiempo y volvimos a mirarnos.

El chico agachó la mirada, apenado, como si él fuera el culpable de lo ocurrido.

—Soy Alana, por cierto. —Extendí mi mano hacia él—. Alana Heller.

Se quedo varios segundos mirando mi mano y luego alzó la mirada a mis ojos.

—Geb.

Su voz sonaba cruda y algo rasposa. Bajé mi mano, algo incomoda por su rechazo. Debía ser amable, me había traído hasta aquí y se había quedado, a pesar de haberlo abordado con violencia y además acusarlo de algo que no tenía como comprobar.

—¿Y no tienes apellido, Geb? —pregunté en tono de broma.

Desvió la mirada y sus ojos se desviaron un segundo hacia sus recuerdos. Fue extraño.

—Samaer.

—Bien, Geb Samaer. ¿Te parece si abusamos de este permiso y nos vamos por ahí a comer algo? Es lo menos que puedo hacer después de ayudarme.

[#2] El deseo de un recuerdo©Where stories live. Discover now