CUARENTA Y UNO

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MATTHEW

Mientras conducía sin rumbo, recordé un lugar que amábamos con Amalia. Bueno, uno de los muchos lugares que se volvieron nuestros favoritos.

Volteo a verla y ella se ve relajada, tiene una sonrisa en el rostro y eso me provoca la misma reacción.

Sé que si las cosas no se hubieran puesto feas entre nosotros, nos hubiéramos enamorado. No lo digo en tono triste, realmente estoy feliz por ella ahora que está con Conrad. Al parecer Conrad genuinamente la quiere y la cuida, él lo hace mejor de lo que yo alguna vez podría pero, sé que habría podido ocurrir pues ella antes me gustaba tanto como te puede gustar alguien a los diez años.

Amalia siempre fue bonita, tiene esos ojos grandes y una sonrisa linda es solo que hace años no pensaba en las chicas como ahora, aun si me gustaba no quería ser su novio o algo así pero pensaba que al crecer, ella y yo estaríamos juntos.

Quizás, en otro universo, ella y yo nos encontramos planeando vivir juntos en la universidad. Quizás en otra dimensión, una lejana, mamá está viva y está planeando junto con Amalia la decoración de la capilla para nuestra boda.

Rio disimuladamente. Si Amalia escuchara mis pensamientos, seguro me mostraría una cara de asco.

Hay algo que quiero hacer, algo que no tiene nada que ver con los sentimientos románticos o atracción... Quiero abrazarla. Es casi como una necesidad. Necesito abrazar a mi antigua mejor amiga. A la chica que fue como mi otra mitad por la mayor parte de mi vida.

Si la abrazo, ¿Me rechazará?

Sé que aún no debería hacerlo pero espero, algún día, volver a abrazarla.

Me estaciono a la orilla del parque Rodstein. Cuando éramos niños solíamos pedir que nos trajeran aquí tanto como era posible. Antes había juegos de metal, no eran tan seguros pero no nos importaba eso antes, lo único que queríamos era jugar hasta quedar agotados. Luego de gastar nuestras energías en los juegos metálicos, mamá y su madre nos daban emparedados, fruta partida y jugos de sabores. Siempre terminábamos el día debajo del mismo árbol, ese que está en el centro y que tiene un tronco bastante ancho. Sus hojas nos cubrían del sol y ambos descansábamos hasta quedarnos dormidos.

Nuestras madres nos llevaban cargados hasta el auto y despertábamos en nuestras camas. En esos días, mamá instaló una cama pequeña al lado de la mía ya que Amalia se quedaba casi todo el tiempo en mi casa.

A mí me gustaba tener a Amalia cerca, incluso cuando estábamos durmiendo. Saber que hay alguien a tu lado y que seguirá ahí cuando despiertas, se siente seguro. Así me sentía con ella.

Seguro.

— ¿Te acuerdas? —Le pregunto.

Ella me voltea a ver y luego regresa su mirada al parque. Está iluminado y hay un par de parejas caminando. Supongo que ahora que quitaron los juegos ya no es más que un lugar de citas para adolescentes.

—Aquí te hiciste esa cicatriz. —señala mi brazo.

Río, llevo mi mano hasta la cicatriz. —Lo sé.

Bajamos del auto y caminamos lento, revisando el lugar y distinguiendo cada cambio que ha ocurrido aquí.

—Vamos al árbol —le sugiero y ella asiente con una sonrisa.

Nos acercamos hasta el gran árbol, ese que nos vio divertirnos de niños. Hemos regresado, después de tantos años, después de tanto dolor. Henos aquí, árbol.

Nos sentamos en el pasto y observamos el lugar en silencio. Hace un poco de frío pero no importa, no quiero irme aun.

— ¿Te lo has preguntado? —Amalia se acuesta en el pasto, usando sus brazos como almohadas—. ¿Cómo era la vida de nuestras madres antes de nosotros?

UN CASO PERDIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora