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Apenas me reconozco.

Me miro en el espejo y esbozo una fingida sonrisa. Por el bien de todos debo aparentar que nada ocurre, demostrarles que después de tres meses he conseguido reponerme y salir airosa de un amor no correspondido.

Emito un sonoro bufido y me siento sobre la tapa del inodoro, concediéndome unos minutos para pensar en el momento más significativo de estas navidades.

—Papá... –susurro con nostalgia–. Fuiste el primero en percatarte de que algo no iba bien.

Y como en la secuencia de una película, no tardo en recrear la escena, que aún permanece latente en mi memoria como si se hubiera producido ayer:

Nada más entrar en casa aterricé contra el suelo, rompiendo las figuritas de porcelana que año tras año, desde que tengo uso de razón, decoraban nuestro árbol navideño. Los pequeños fragmentos de cristal se clavaron en las palmas de mis manos y estallé en un llanto descontrolado, pero no por las heridas que provocaron en mi piel, sino por la brecha que se había abierto en mi corazón desde aquella mañana de octubre, en la que Aitor y yo nos vimos por última vez.

Mi padre se apresuró a recogerme del suelo, me levantó como si no pesara más que una bola de algodón y me llevó a paso ligero al sofá del salón.

—¿Qué ocurre, cariño? –preguntó estudiando mis ojos como si pretendiera atravesarlos.

Desvié la mirada para centrarla en las figuras, esparcidas en mil pedazos por el suelo, y un extraño desasosiego se apoderó de mí.

—Las he roto, papá, no se ha salvado ni una.

—No te preocupes por eso, ya compraremos otras.

—¡Pero eran de mamá! –sentencié, y un involuntario sollozo salió de mi garganta.

—No eran de mamá, eran nuestras, y si tanto te importan uniremos todos los trozos.

Se levantó del sofá y apareció poco después con los fragmentos de las figuritas que había logrado encontrar y un bote de pegamento. Gemí al captar sus intenciones, convencida de que nada podría unir lo que ya estaba roto. Me negué a participar en el proceso de reconstrucción, pero él, omitiendo mis quejas, pegó todos y cada uno de los fragmentos hasta que las figuras volvieron a estar prácticamente enteras. Una vez terminó me enseñó el resultado, las piezas más grandes volvían a estar en su lugar, pero aún quedaban algunos agujeros al no haber encontrado los fragmentos más pequeños.

—No es lo mismo –dije mirándolas.

—Pero siguen aquí, ¿no?, y seguirán formando parte de nuestras vidas muchos años más. –Suspiré, puede que el pegamento pegase los angelitos de porcelana, pero no había nada que pudiera unir los fragmentos de un corazón roto–. Estarán con nosotros hasta que estés preparada y quieras deshacerte de ellos, para reemplazarlos por unos nuevos. –Me miró, y en su rostro se dibujó una sincera sonrisa que, por un momento, me dejó helada–. Ahí fuera hay muchos angelitos, de múltiples colores, formas y materiales, solo has de tener la suficiente valentía para desprenderte de los viejos y echar un vistazo en el centro comercial; seguro que si sabes buscar, encontrarás otros que te gusten más.

Le miré con repentino interés. A pesar de no saber el origen de mi angustia, fue como si percibiese algo. A diferencia de los demás, él no se queda en la superficie de las cosas, sabe ver más allá, hurgar en mis sentimientos y adivinar todo cuanto me pasa sin tan siquiera preguntar.

Estaba convencida de que, pese a no descubrirle mi secreto, no se equivocaba en el motivo de mi aflicción, y por ello, esas Navidades se empleó a fondo para hacerme olvidar mis problemas demostrándome que no estaba todo perdido, que había un mundo divertido ahí fuera.

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