18

260 41 5
                                    

Domingo, doce de octubre de dos mil catorce.

Hoy es un día importante, demasiado importante para mí.

Llevo dos semanas bastante ausente en las que he intentado disimular delante de todo el mundo. Mi padre opina que mi nuevo empleo me tiene muy estresada, y mis compañeros casi no me dirigen la palabra porque ya han advertido que paso mucho tiempo en las nubes, ni siquiera desconecto para ir a desayunar con ellos; la verdad es que no me encuentro con fuerzas de ofrecer respuestas a mis constantes ausencias. Alberto, como es habitual en él, sigue persiguiéndome, en ocasiones me recuerda a uno de esos perritos falderos deseoso de follarse a mi pierna. Me propone planes continuamente y no se rinde ante una negativa, es de los que insiste, insiste e insiste...

—¿Quedamos este fin de semana? He pensado que podríamos ir a cenar y al cine –propone acompasando mi paso ligero de la oficina al baño.

—Lo siento, Al, verás... Últimamente estoy un poco descentrada, supongo que ya lo habrás notado. –Suelto una risita excéntrica–. Tengo asuntos personales que resolver, pero en cuanto lo haga recuperamos el tiempo perdido, ¿vale?

Entro en el baño con la esperanza que se quede fuera respetando mi espacio, pero no, decide entrar conmigo y por un momento estoy tentada a cagar con la puerta abierta para ver si así logro espantarle.

—¿Seguro que es eso, Sara? ¿No te pasa nada más?

—Solo es eso, de verdad... –repito visiblemente cansada.

—Bueno, pues entonces esperaré, sí, ahora debo irme, tengo trabajo. Abro la puerta y salgo, estoy fuera, ya sabes, cualquier cosa...

¡¡¡Por Dios, me estás agobiando, márchate ya!!!

Emito un largo suspiro tras recordar mi último día en la oficina; estoy nerviosa, no puedo ocultarlo, y seguiré estándolo hasta que no acuda a la dichosa cita con Aitor. Hasta entonces no volveré a dormir una noche del tirón, ni podré comer como es debido, de seguir así, acabaré utilizando una pernera del pantalón como vestido de tubo, ¡y ya es lo que me faltaba!

Camino con decisión hacia la salida de mi apartamento y me cuadro frente a la puerta; cuando vuelva a abrirla todo habrá terminado.

No dejo que este último pensamiento cobarde me aflija, tengo cosas mejores en las que centrarme; esta tarde, para variar, he quedado con mis amigas en casa de Raquel. Después de explicarles toda la historia al detalle han querido ayudarme a arreglarme para la cita, que Dios nos asista...

Dos horas y veintiún minutos, ese es el tiempo que ha requerido la reconstrucción completa a la que me han sometido mis amigas. En cuanto Raquel da por concluidos los últimos retoques, me dirijo hacia el baño y me quedo absorta mirándome frente al espejo. No es que no me reconozca, es que no queda nada de mí. Mi amiga ha intentado alisarme el pelo sin demasiado éxito, obteniendo como resultado un extraño moldeado. Pero eso es algo que no me preocupa, ya que tan pronto ponga un pie fuera, la humedad del ambiente propiciará que mi cabello vuelva a su estado natural.

Dejando ese pequeño detalle a un lado, lo que menos me gusta es el maquillaje con el que ha teñido mis ojos, pómulos y labios; sinceramente no sé qué pensar, con tanto potingue solo ha conseguido darme un atípico color anaranjado con textura aterciopelada.

Gina tampoco ha querido quedarse atrás y también ha ayudado en la transformación, encontrando entre la ropa de Raquel un vestido color burdeos que me viene grande, pero ella, que como diseñadora no tiene precio, ha decidido que colocando un cinturón de cuerda me queda perfecto, y os confesaré un gran secreto: hay ciertas cosas que las amigas hacen bien: te escuchan, te apoyan, te comprenden, son capaces de ofrecerte un hombro sobre el que llorar e incluso te acompañan al baño –a todas nos gusta mear en compañía, no lo vamos a negar–, pero nunca jamás dejes que una amiga rebusque entre su ropa algo digno que ofrecerte; eso es un terrible error.

Friend ZoneWhere stories live. Discover now