El resto del día pasa igual de rápido, Laura viene a verme en contadas ocasiones y logra sacarme una sonrisa con su espontaneidad, descubriendo con asombro que ese recelo que guardaba a primera hora de la mañana respecto a ella, prácticamente se ha esfumado. Puede que los recuerdos de las experiencias negativas que me han acompañado a lo largo de mi vida hagan que esté más alerta ante la perspectiva de un nuevo engaño, es como si mentalmente me preparara para recibir un hachazo a la menor oportunidad. Por lo general no creo que la gente sea buena, para llegar a esa conclusión, primero deben demostrármelo.

En cuanto entro en mi apartamento, rememorando todo lo acontecido en mi primer día de trabajo, encuentro a mis amigas esperándome con una cerveza en la mano. Sin pensármelo dos veces, corro a abrazarlas con fuerza, incluso doy eufóricos saltitos ilusionada por este inesperado golpe de suerte.

Les explico con todo lujo de detalles cómo son mis compañeros y en qué consiste mi nuevo empleo. Ellas me escuchan con atención sin interrumpir mi discurso hasta que lo doy por concluido.

—Te compadezco –declara Gina, poniéndome una mano en el hombro en señal de pésame–, solo sois dos mujeres, lo cual significa que vas a estar rodeada de gilipollas durante muchas horas al día.

Me echo a reír.

—No te creas, no tengo mucho contacto con el resto de trabajadores; ellos están en el almacén y yo en la oficina.

El teléfono de Gina empieza a sonar y lo mira para ver quién la busca.

—Hablando de gilipollas... –dice y descuelga– ¿Qué quieres?

Se hace un silencio.

—Estoy en casa de Sara.

Ella escucha con atención, sin moverse.

—Eres un completo inútil, ¿lo sabías?, anda, te envío la dirección por whatsapp y vienes a buscar las llaves.

Cuelga el teléfono poniendo los ojos en blanco.

—Era mi hermano –explica mientras escribe el mensaje de texto–, lleva un par de días viviendo conmigo el muy holgazán. Se ha olvidado las llaves y no sé por qué, no me sorprende lo más mínimo. Le he dicho que venga a buscarlas.

—Bien, mientras tanto... –empieza Raquel, dirigiéndose a la cocina con ilusión–, vamos a preparar la cena.

—¿La cena? –pregunto sin comprender.

—¿No lo sabes? La neurótica de las narices ha traído todo un arsenal de neveras con un montón de cosas.

—¡Te estoy oyendo! –protesta la susodicha desde la cocina.

Cuando regresa al comedor, hace un despliegue alucinante de cosas apetecibles para comer.

—¡Menudo festín!

Le ayudamos a preparar la mesa y tomamos asiento, no veo el momento de empezar a atacar, pero antes de que me decida a coger algo, el timbre de la puerta suena con su estridente pitido.

—Es mi hermano –constata Gina–, voy a abrirle.

—¿Conoces al hermano de Gina? –me susurra Raquel.

—Sí. Lo conocí en la exposición, parece un buen tío.

—Ah... ¿Y cómo es? –pregunta sin alzar la voz–. ¿Se lava?

No puedo contener la risa y estallo en una sonora carcajada.

—Lo cierto es que no se lo pregunté, lo haré la próxima vez –le confirmo irónica para que se quede más tranquila.

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