Capítulo 7: Ptolemaeus

36 2 1
                                    

«Se siente como mi hogar».

Nada más entrar aquel sentimiento lo golpeó con la fuerza de una flecha y le provocó un hormigueo en la columna. Se sintió nostálgico sobre un sitio que no conocía y eso lo fastidió. El agotamiento tenía que estarle pasando factura.

La cabaña no era algo muy diferente a lo que ya conocía, lo que se limitaba a su propia casa o la casa de Perseo. Tal vez de ahí provenía aquella sensación que comenzaba a volverse desagradable.

Había tenido tanta suerte de ser asignado a los laboratorios que el simple hecho de tener ese cargo le había concedido una cabaña para él solo en la aldea.

No podía decir lo mismo de su situación en ese bosque. Aquel intento de "empleo"—si es que podía llamarlo así—no había servido de nada para salvarlo de convertirse en una presa. Ahora no solo detestaba haber creído que las cosas irían bien para todos por trabajar en los laboratorios, sino que también odiaba haber puesto tanto empeño en algo que al fin y al cabo no había servido de nada en su vida.

De pronto, Prometeo se vio atorado entre muchas interrogantes y pocas respuestas. Si aquella tragedia llamada ascensión le iba a suceder de todos modos, ¿para qué se esforzó tanto en esconderlo? ¿Habría sido distinto si, antes de que Perseo cumpliera los dieciocho, los Regentes se hubiesen enterado que eran novios? ¿Habrían sido asignados los dos como presas a otros cazadores?

Eso último le dejó una sensación desagradable en la nuca. Un tirón doloroso, como un calambre, que le recordaba lo estresante que era todo eso para él y que le repetía una y otra vez que jamás querría que Perseo estuviese en su posición. Prefería mil y un millón de veces que ese chico al que tanto amaba estuviera fuera de peligro y no corriendo por su vida junto a una desconocida—ahora menos desconocida que antes—en medio de un desconocido y exuberante bosque lleno de criaturas que se lo podían comer vivo.

La palabra miedo se materializó en su mente con demasiada facilidad. Junto a ella, desgracia y castigo se posicionaron a su lado sin razón alguna; tal vez por asociación o destino.

Prometeo no pudo evitar observar el espacio hecho de madera de arriba a abajo. La cabaña no era muy grande, pero parecía ser suficiente. Más pequeña que las de la aldea, eso sí, aunque de todos modos funcional. Además, también era notorio que alguien vivía en ella. Una cama con las cobijas arremolinadas unas sobre otras estaba arrinconada al fondo junto a la ventana. Un viejo sofá lleno de libros, una chimenea, muchos papeles desperdigados por el suelo y mapas pegados en la pared le hacían compañía al rústico mueble. El ambiente familiar flotaba en el aire, como si se tratara de un verdadero hogar. Tal vez lo era, pensó.

Hera se quitó de encima sus cosas y sin demora pasó al fondo a mover un interruptor que no encendió ninguna luz. Prometeo, intrigado, no resistió el impulso de investigar.

—¿Qué haces?

—Nos aseguro una noche sin Purgadores.

—¿Con un interruptor que no sirve?

Se dejó caer en el sofá, junto a un montoncito de libros desparramados y extendió sus acalambradas piernas. Aquel acolchonado vejestorio resultó ser un paraíso para su cansancio.

—Mira por la ventana—le instó ella.

Prometeo, sin muchas ganas de ponerse de pie de nuevo, se asomó con cuidado. Sin correr mucho la cortina se encontró algo muy ingenioso. Había muchos aspersores lanzando agua en los alrededores de la cabaña. Del techo caían otro par de chorros, dispersándose varios metros por delante y dando la impresión de que estaba lloviznando. 

—No me lo puedo creer—farfulló, asombrado—. ¿Lo has hecho tú?

—Ya hubiese querido yo, pero no. Encontré la cabaña con todo esto.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Where stories live. Discover now