Capítulo 9: Aristóteles

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Un haz de luz que se colaba por un agujero en el techo lo hizo despertarse. Se incorporó en el sofá y notó que todos sus músculos estaban adoloridos. Sentía calambres en sus muslos y en sus dedos. Hera no estaba en la cama, así que Prometeo se asomó a la puerta para buscarla. El sol comenzaba a despuntar sobre las montañas, dándoles un matiz purpúrico muy irreal.

Ahí, en ese mundo exterior, las cosas tenían un aire ajeno a lo que Prometeo estaba acostumbrado a ver en la aldea. Parecía un lugar inventado, sacado de la imaginación de alguna especie de artista demente que había decidido usar el cielo y la existencia como lienzos para pintar todo lo que sus ojos alcanzaban a ver. Era fácil pensar que se trataba de un pintor, pero si Prometeo se iba por la lógica de las cosas, podía tratarse también de un escritor malvado. Cada desgracia que le había estado sucediendo en los últimos días parecía sacada de una novela de terror, fantasía y suspenso.

Tal vez el artista era ambos. Un pintor y un escritor. Uno que parecía odiarlo.

Encontró a Hera en la orilla del río, llenando las cantimploras y la tetera. Seguramente había despertado hacía mucho. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta y se había cambiado de ropa. Ella se percató de su presencia a pesar de que trató de ser silencioso.

—Has despertado—le dijo nada más verlo.

Prometeo se acercó a la orilla y se sentó en una roca a su lado. El aire olía a pinos, a tierra mojada y a limpio. Se dio unos momentos para apreciar el buen gusto que aquello representaba. Ese podía ser el último deseo que se podría dar el lujo de cumplir. No sabía si el día de mañana estaría en un lugar peor o muerto.

Metió sus pies en el agua y la fría temperatura le sentó bien. Las ampollas ya no dolían tanto como el día anterior, pero podía advertir un leve cosquilleo a su alrededor. Como si le estuvieran diciendo que las tratara bien o se volverían una espina en el trasero.

—Pronto nos iremos—anunció Hera—. Solo comeremos algo antes de partir.

—¿Tan pronto?

—Este lugar ya no es seguro. No ahora que estás conmigo.

—Lo siento—se disculpó Prometeo.

Comprendía lo que ella intentaba decir. Hera no corría especial peligro ya que ella no era parte de la ascensión, no obstante, cualquiera atentaría con matarla si por estar de su lado les dificultaba matarlo a él.

Visto de ese modo, se cuestionó la idea de continuar juntos. Hera, por otro lado, parecía muy resuelta con el asunto. De otro modo ella lo hubiese dejado sólo por su cuenta hacía rato. Además, adelantándose a sus pesimistas pensamientos, ella dijo:

—No es tu culpa todo este embrollo.

—Aun así...

—Tenemos que avanzar juntos. Hay un lugar al que llegar—le interrumpió sin ser brusca—. Yo te necesito y tú me necesitas. Si te parece injusto algo, piensa que nos hacemos un favor ambos.

Prometeo, más aliviado por sus palabras, asintió. Tenía claro que no sentía que él le estuviera haciendo favor alguno, pero logró advertir que las palabras de Hera solo intentaban consolarlo y hacerlo sentir menos culpable.

—Un favor. Un favor de amigos.

—¡Eh! Más despacio, campeón. Las relaciones interpersonales se me dan fatal.

Prometeo no pudo evitar reírse.

—Amigos en proceso—se corrigió él.

Hera rió también.

—Eso está mucho mejor.

Pececillos comenzaron a arremolinarse alrededor de los pies de Prometeo al poco rato de tenerlos bajo el agua. Le hacían cosquillas, así que decidió meter sus manos también. Tenía unos cuantos raspones cerca de sus nudillos, los cuales estaban aún rosados y llenos de mugre, así que con cuidado comenzó a lavarlos.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Место, где живут истории. Откройте их для себя