Prólogo: Perseo

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Tic. Tic. Tic. Tic.

El sonido de la lluvia golpeando el techo era acogedor. Además, ensordecía todos y cada uno de los pensamientos de Perseo, lo que en cierto modo resultaba necesario para mantener una calma que se le escapaba como arena de entre los dedos.

Sumido en sus pensamientos, repetía las reglas básicas que mantenían el orden en ese lugar al que llamaba hogar. Alice se las había enseñado desde que tuvo uso de razón y de algún modo trataba de aferrarse a ellas, intentando encontrar una explicación lógica a lo que estaba a punto de hacer.

Una excusa, más bien. Aunque en el fondo sabía que no conseguiría nada que sosegara el sórdido pesar que se instalaba poco a poco en su pecho.

Regla #1: La supervivencia del ser humano se debe de conseguir a cualquier costo.

Regla #2: El más débil debe apoyar al más fuerte, y el más fuerte debe proteger al más débil.

Regla #3: Para convertirse en adulto hay que morir como niño. La ascensión es el primer y último camino para lograrlo.

Regla #4: Todo lo que sea considerado un obstáculo y/o un peligro para la supervivencia y el bienestar de los habitantes de la aldea debe ser destruido.

Regla #5: Romper cualquiera de las cuatro reglas anteriores se considera un crimen y se deberá pagar por ello.

Sentado en una mecedora que apenas se movía en un leve vaivén sobre el pórtico, Perseo observaba a sus vecinos alzar sus rostros hacia las nubes grises que se arremolinaban y cambiaban de forma en el cielo. Echó un pequeño vistazo, pero la belleza gris que se encontró ahí arriba no le hizo sentir mejor. Hacía frío, lo que no era muy relevante, incluso si eso significaba que se le congelaría la punta de la nariz y se le enrojecerían las mejillas. Este era un gran día. Uno grande y trágico, lo que lo volvía más gris de lo que ya estaba. Perseo cumpliría dieciocho, y la lluvia no parecía que sería un impedimento para que ese ritual de ascender a la mayoría de edad se interrumpiera. Era el clima ideal, de hecho.

Es la regla número 3.

Es la regla número 3.

Es la regla número 3.

Aquel pensamiento era culposo, enfermo, y no le daba ningún tipo de consuelo por más que lo repitiera.

Era repugnante.

A su lado su presa se mantenía quieta y en silencio, con la mirada perdida en los finos hilos de agua que se escurrían del techo para salpicar el suelo. Perseo sabía lo que iba a pasar y realmente algo dentro de él se sentía culpable, pero era necesario si quería de algún modo salvar lo que más amaba. Además, poseía la vaga seguridad de poder lograrlo porque tenía un plan. Uno incompleto, pero lo tenía.

—¡Perseo, ya es hora! —le gritó uno de los chicos desde el otro pórtico. Era Bohr. Él también estaba esperando a que el momento llegara.

Bohr también iniciaría su ascensión ese día, y la presa que tenía a su lado sería la prueba de ello. Nunca había hablado mucho con Hermes en todo ese tiempo que llevaba viviendo en la aldea, lo que se traducía a su vida entera para ser exacto, pero deducía que a Bohr no se le dificultaría darle caza. De todos modos, a Perseo no le importaba demasiado. Ninguno de esos dos para ser franco, por lo que no se entretuvo mucho en el rostro afligido de Hermes cuando sus ojos se encontraron fugazmente y lo atrapó mirándolo.

Tal vez Perseo sí sentía un dejo de lástima por Hermes, particularmente porque su cazador era alguien por quien Perseo había adquirido cierta aversión en los últimos días. Cuando sus ojos se deslizaron de nuevo hacia Bohr pudo notar un gesto compungido pintando su cara que no supo interpretar pero que terminó por hastiarlo. Quería romperle la quijada a puño limpio. Bohr realmente se lo merecía por el simple y sencillo motivo de que la razón por la que Perseo y Prometeo—su presa—estaban en esa situación era su culpa.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Where stories live. Discover now