Capítulo 16: Éter

10 0 0
                                    

—Perseo, ¿qué crees que haces?

Abrió sus ojos y los dirigió hacia un costado. Prometeo estaba tendido a su lado en el techo. Era de noche, de esas noches en las que el aire huele a pinos y a té de zarzamoras, y que a Perseo le recordaban lo feliz que era. El cielo estaba estrellado, limpio y hermoso, pero a pesar de ello se tomó unos segundos para examinar con vaguedad el rostro de ese chico que le hablaba, no porque no le interesara lo que él estuviese diciendo, sino porque estaba distraído observando su fresca presencia en la sórdida oscuridad.

«¿Por qué es tan hermoso?», se preguntó.

Algunas veces resultaba doloroso limitarse a admirar su presencia.

Cada día, desde hacía dos años, algo dentro de Perseo había comenzado a girar alrededor de la presencia de Prometeo. Trazaba una órbita bastante precisa y con la forma geométrica de un círculo porque en todo su diámetro su atención por Prometeo se mantenía estable, siempre y cuando él se mantuviera a una distancia prudente desde donde poder mirarlo sin que él lo supiera, del mismo modo que la gravedad mantenía la luna en su sitio o como el sol evitaba que los planetas vagaran por el universo. Cuando él se acercaba, esa órbita tenía un cambio brusco, la circunferencia se hacía más pequeña, provocando que todos sus pensamientos se vieran atrapados por la fuerza de gravedad que la sublime existencia que su mejor amigo poseía de forma natural.

Perseo no podía mantenerse quieto, aunque luchara con todas sus fuerzas, y cada día que pasaba se rendía un poco más a estrellarse contra Prometeo como si fuera un cometa atrapado por la atmósfera etérea que él poseía a su alrededor.

Esa semana en particular esa gravedad se había intensificado. Era tanta la fuerza que ejercía que Perseo ya no tenía energía suficiente como para mantenerse volando sin chocar y no causar un cataclismo. Sus pensamientos comenzaban a tropezar unos con otros, intentando salir por su boca para decirle a ese chico que tenía a su lado que quería besarlo. Y si él tan solo se abandonase a la voluntad de la peligrosa fuerza que Prometeo generaba y de la que no era consciente, entonces iban a colisionar.

A veces en sus sueños ese apocalipsis comenzaba y terminaba con los labios de Prometeo recibiendo la fuerza de los suyos, otras veces todo se reducía a cenizas.

—¿Otra vez sueñas despierto? —Prometeo le sonrió, descolocándole el autocontrol que aparentaba tener.

Perseo tragó grueso e intentó recomponerse. Se sentía avergonzado por pensar tantas cosas de él sin su permiso, pero no podía evitarlo.

—No sueño despierto. Estaba pensando—confesó con una mentira a medias.

—¿Y en qué piensas?

Si tan solo supieras, murmuraron esos pensamientos.

Perseo se armó de valor e intentó no cavilar demasiado. Ya no podía soportarlo. Últimamente que el mundo le robara un poco de la atención de Prometeo lo fastidiaba, en particular cuando ese mundo no era él o Persephone.

Existía una verdad que no podía negarse en ningún rincón de esa realidad tan fracturada: Prometeo era un chico muy atractivo. Perseo odiaba la idea de ver a las chicas acercarse para pedirle que fuera a sus sectores a visitarlas. Prometeo solo les sonreía, de forma muy amable y cortés les decía lo ocupado que estaba, mentía de que lo haría en algún momento y, al final, nunca iba. Ellas insistían con tanto descaro, incluso cuando Perseo les dirigía miradas de hastío. Deseaba espantarlas del mismo modo que espantaba las moscas que querían comer de su almuerzo, pero sabía que no podía hacer mucho. Él era un simple espectador ocupando un puesto en el cual había decidido quedarse por su propia seguridad.

Entretanto se limitaba a ser corroído por el fastidio de tener que soportar ver como a Prometeo les regalaba miradas enternecidas cuando alguien le hacía un cumplido sobre su cabello o sobre sus ojos, o hablaba sobre lo suave que era su piel, o lo bueno que era haciendo pulseras con cobre rescatado de la chatarra, y, sobre todo, comenzaba a cansarse de ver como se le acercaban para darle regalos. Siempre había alguien intentando darle comida, algún animal en miniatura hecho de barro o algún dibujo. Prometeo siempre estaba dispuesto a tomar las cosas con amabilidad. Era parte de él tener la educación de agradecer demasiado y obsequiarles una sonrisa que Perseo no deseaba que nadie más tuviera.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Where stories live. Discover now