Capítulo 5: Siracusa

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Prometeo siguió a Hera todo el camino en completo silencio. No parecía tener prisa, pero su paso era constante y sin vacilar.

En cambio él, se le hacía un poco difícil caminar entre las rocas y comenzaban a dolerle los pies. El cauce del río en ese punto era angosto y poco profundo. Podía ver el fondo y algunos pececillos nadar cerca de la superficie.

Nunca había visto un río tan grande con tantos peces.

Jamás tuvo permitido salir de la aldea a pescar y su trabajo tampoco le permitía salir demasiado ni muy lejos. Las pocas veces que se había escapado con Perseo había sido de noche y nunca se habían acercado tanto a un río. Solo a algunos pequeños arroyos donde en la oscuridad de la noche apenas se lograba ver el reflejo de la luna.

Al estar encargado de los laboratorios solo se limitaba a examinar especímenes que traían del exterior y a procesar muestras de fluidos provenientes del improvisado hospital que con suerte funcionaba. Y a veces, con mucha suerte, lograba salir en expediciones de campo cercanas a recolectar otras muestras más delicadas, lo que solo había sido un par de veces y en todas ameritaban su pronto regreso a la aldea. Aquel frondoso río lo había cautivado. Era más de lo que podía procesar. Todo a su alrededor, a plena luz del día y a todo color era demasiado.

Hera finalmente se detuvo frente a él y volvió a verle, con las manos puestas a su cintura y con gesto serio. La franela en su mano estaba empapada de sangre, pero no goteaba en lo absoluto.

—Descansaremos un poco aquí—anunció—. Solo unos minutos y luego seguiremos.

Prometeo asintió. No es que tuviera una mejor idea. No es que tuviera ninguna idea, de hecho, así que solo le quedaba aceptar lo que se le ofrecía. Se sentó en una roca a la orilla del río y se quitó los zapatos. Sus dedos se habían arrugado por la humedad y tenía restos de hojas entre ellos. Moría por meter sus adoloridos pies en el agua y olvidarse del dolor que suponía aquella caminata.

Notó que tenía ampollas y algunas sangraban. Cuando las metió en el río, sintió ardor, pero rápidamente fue opacado por la refrescante temperatura que adormeció un poco su piel.

Hera lo observaba desde otra roca, a unos metros de distancia. Había acomodado su arco y flechas en el suelo y se disponía a limpiarlas.

—¿Qué es eso que tienes en el rostro? —le preguntó de repente.

Prometeo se llevó los dedos a la cara y se percató de que aún tenía restos del adhesivo que Perseo le había puesto a la máscara para pegársela al rostro. Ni siquiera se había dado cuenta cuando ésta se había caído y había olvidado por completo que en algún momento su rostro estuvo cubierto por una. Tal vez antes de saltar por la cascada, o seguramente cuando se zambulló. No estaba seguro.

—Es pegamento—respondió.

Hizo con sus manos un pequeño cuenco y se enjuagó las mejillas. El adhesivo era viscoso y olía a goma. Se froto la cara un par de veces hasta que salió por completo.

—Oh.

Hera no parecía interesada en ahondar más en los porqués de aquel peculiar hecho, pero Prometeo quiso aclararlo de todos modos.

—Para una máscara.

Ella hizo una mueca de desconcierto, pero se recompuso rápidamente y de su bolsillo sacó unos trozos de plástico.

—¿Esta máscara? —preguntó.

El observó los trozos irregulares del objeto y pudo reconocerla.

Ahora la única pertenencia que Perseo le había dado para que pudiese llevar consigo estaba rota.

Se puso de pie y se acercó a cogerlos. Estaban sucios y con muchos rasguños. Advirtió que faltaba un fragmento, pero no le dio mucha importancia. Tal vez seguir vivo era más sustancial, pensó.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora