11. Sumar y restar

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Lali se volteó después de haber aceptado indirecta –o directamente– la invitación de Peter y, a medida que caminaba, sonrió involuntariamente. Más intentaba disimularla, más las comisuras se estiraban hacia los costados independizándose de las órdenes que ejercía su cerebro. No se volvió a voltear, pero lo imaginó mirándola mientras se acariciaba el tobillo malherido. O quizás él tampoco la estaba mirando porque también estaba intentando obligar a su cuerpo a dejar de sonreír.

Sofía estaba llorisqueando en el hombro de Vera cuando Lali llegó al tumulto. No lloraba porque iba a extrañarlos, sino porque volvía a sentirse libre –de sí misma–. Vera la había acompañado mucho durante su tratamiento y, en ese momento, Lali notó que movía los labios susurrándole al oído palabras de aliento y confianza. Antes de que baje el sol, Sofía se fue de la granja con la promesa de no volver más. Todos levantaron los brazos esperanzados a que vaya a cumplirla, aunque la única que prefirió quedarse al margen fue Eugenia. Lali la descubrió distante, seria, amargada. Como si sintiera envidia o como si quisiera irse con ella porque iba a quedarse sola otra vez. Nadie supo si se despidieron, pero el vínculo de Sofía y Eugenia siempre fue retraído. Nunca nadie supo cómo expresaban su cariño porque una era arisca y la otra era tímida, como tampoco nunca nadie supo siquiera cómo fue que enlazaron amistad siendo tan opuestas, pero lo único que sabían todos era que se querían porque donde estaba una, a su lado siempre estaba acompañándola la otra.

Lali siempre dejaba el auto estacionado a quinientos metros de la tranquera de la entrada de la granja. Caminaba por el sendero de tierra pensando en qué bolsillo de la mochila había guardado las llaves y qué comprar para cenar. Casi siempre se cruzaba con algún colega que salía a su mismo horario y tenía el auto estacionado en la vereda de enfrenta. Esa vez fue la única que salió más temprano porque ya había completado las horas pautadas. Estaba acostumbrada a viajar escuchando la radio FM o algún podcast porque no le gustaba sentirse sola y le divertían las conversaciones ajenas con debates que remataban con alguna metáfora.

Quedó varada en la autopista durante media hora y refunfuñó cada diez minutos. Resultó que había habido un choque múltiple con heridos y, al pasar despacito con el auto, pudo ver a las familias desesperadas y dos cuerpos tendidos en el asfalto. También vio sangre y se detuvo a observar cómo trabajaban los paramédicos que mantenían abiertas las puertas de las ambulancias con las camillas preparadas para los traslados, pero un bocinazo y un insulto del conductor del vehículo que esperaba en la cola la regresó a continuar con su trayecto.

Siempre había tenido una afición muy grande por la medicina, o por los cuerpos en general. Consideraba que hablaban, a veces más de lo que podían decir con la boca. Incluso pudiendo expresar hasta lo que no podían o debían decir. Por eso, además, se dedicó a la psicología y psiquiatría porque la mente abarca la totalidad de ese cuerpo que funciona como envase de un montón de voces, acciones y reacciones dominadas por los pensamientos. Y aunque en un principio quiso dedicarse al estudio forense, relegó el deseo porque no se sentía con la capacidad de volver a inmiscuirse en una nueva carrera universitaria porque ya suficiente tiempo le implicaron tres. Entonces le bastaba con leer pericias, mirar policiales y a veces estudiar antiguos homicidios. Y no era solo por el morbo, sino por el hecho de encontrar las historias que estaban detrás de esos cuerpos que habían quedado vacíos. También tal vez todos estemos un poco vacíos o tal vez también todos estamos analizando nuestros cuerpos para encontrar esos huecos que puedan enmendarse ante tantas historias fallidas.

Lali dejó el auto en el estacionamiento del edificio y después cruzó al supermercado para comprar lo que recordaba que hacía falta en la heladera. Se arrepintió de no haber subido al departamento a buscar una bolsa cuando agarró la cuarta lata de atún después de ya tener tres bolsas de verduras enganchadas en los dedos de la otra mano. Ignoró la vibración del celular en el bolsillo del pantalón y apresuró la cola de la caja avisando que habían abierto la de al lado. El portero la ayudó a cargar la mercadería hasta el ascensor y, mientras ascendía once pisos, escuchó el audio de Justina avisándole que el día siguiente lo tenía libre. Tuvo que dejar las cosas en el piso para abrir la puerta y después la cerró con un pie porque subió a la mesa los paquetes de harina, las bolsitas de tomate y zanahoria, las latas y las tres bandejas de carne de cerdo. De camino a la cocina tropezó con una zapatilla y sentado frente al horno se reencontró con Miguel.

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