50. (OTRO NARRADOR)

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Dorian.

Últimamente Dorian se sentía perdido. Si bien le había costado siempre sentirse perteneciente a un lugar, esa vez era diferente. Ya no era él lo que lo hacía sentir así, eran sus decisiones y su propio cuestionamiento de ellas. Su propia consciencia en medio de la confusión que ponía en duda cada paso que daba.

Dorian pensaba mucho sobre cómo sería su vida si el motivo de su culpa no hubiese sucedido. ¿Cómo sería él? ¿Qué estaría haciendo? ¿Cómo sería no vivir en un eterno dolor?

Se sentía presionado, agobiado con todo lo que estaba sucediendo. Por una parte si complacía a alguien, decepcionaba a otro. Si se casaba con Estella, quizás su padre dejaría de verlo con asco, pero Dante se decepcionaría de él.

Resopló, de repente sintiendo un dolor de cabeza que lo levantó del sofá y lo llevó en busca de una aspirina. Se masajeó las sienes. Su mañana había comenzado con varias llamadas de Estella, haciéndole saber que ya había mandado las invitaciones de su boda. A Dorian no le podía importar menos cualquier detalle. Le colgó tras decirle que ella podía hacer de la celebración lo que quisiera. Si quería algo pomposo, no lo importaba. Si quería algo sencillo, no le importaba. Mierda, no le importaba nada de eso. Y sobretodo no le importaba ella.

Su celular volvió a sonar, y al ver que se trataba de Dante, supo que él también había recibido la invitación e iba a decirle de nuevo que estaba cometiendo un error. Dorian lo sabía, sabía que iba a ser el peor error que podía cometer, sin embargo, según él, era su oportunidad de pagar por lo que había hecho. Era lo justo, pensó. Justo ser infeliz, no merecía algo diferente.

—Me duele la cabeza, si vas a echarme un sermón, puedes ahorrártelo para después —espetó a su hermano.

—No iba a hacerlo —respondió—. Te iba a decir que estaré ahí, contigo.

Dorian se quedó en silencio. Su pecho se oprimió y se creó un nudo en su garganta. Tragó con lentitud, sin saber qué decir. No estaba acostumbrado a que alguien le dijera que iba a estar ahí para él. Escuchar eso era extraño para él.

—No sé qué decir —confesó, sintiéndose tonto.

Dante emitió una risa corta.

—No tienes que decir nada, sólo quiero que lo sepas. ¿Puedo pedirte algo?

—Sí.

—Decidas lo que decidas te voy a apoyar, pero, ¿lo pensarías bien? Por favor, Dorian.

Tras una pausa habló:

—Sí.

No podía decirle a él que no, si lo hacía se sentiría mucho más miserable de lo que ya de por sí era. Lo pensaría de nuevo, por él.

Dante le hizo las preguntas que le hacía cada semana: ¿Ya comiste? ¿Cómo vas con los dolores de cabeza? ¿Ya compraste comida? ¿Necesitas dinero? Dorian le aseguraba que estaba bien, y le recordaba que antes de vivir con él en Roma, había vivido solo, y nada le había pasado, de modo que no tenía de qué preocuparse. Dante se preocupa a pesar de que él le dijera que no lo hiciera.

El dolor de cabeza que sentía Dorian se hizo más fuerte y cuando trancó la llamada, fue hacia su habitación. Apagó todas las luces, pues la claridad le molestaba y se dirigió hacia la cama, metiéndose y poniéndose el antebrazo en el área de sus ojos. No sabía qué causaba esos dolores agudos, pero sospechaba la razón; agotamiento.

Dorian llevaba mucho tiempo sin poder dormir bien, se levantaba en la madrugada y no podía volver a conciliar el sueño. El insomnio se había vuelto parte de él, y en esas noches sin descanso lo único que podía hacer era pensar en él y en el rumbo que estaba tomando.

Las cartas de Dante © Where stories live. Discover now