48. Lo tendremos todo

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Jazmín.

El tono de mi celular sonó mientras estaba arreglando las últimas prendas de ropa en el pequeño armario. En realidad todo mi apartamento era pequeño, sin embargo, eso solo me hacía sentir más cómoda y de alguna manera en casa.

Llevaba tres meses en Alemania y no era nada como había creído. Era mil veces mejor. Una de las mejores cosas era mi nueva jefa, se llamaba Alice, y joder, qué mujer. Rondaba los cincuenta años y seguía teniendo ese aire de juventud saliendo por sus poros -unos muy cuidados por cierto-. Tenía dos hijos de la misma edad que Jorge y a veces me visitaban a la hora del almuerzo, y servía para no extrañar tanto a mi hermano menor, no es como que si fuera un reemplazo, sino una distracción. También salíamos a almorzar juntas, en algunas ocasiones se nos unían algunos compañeros y en otros solo nosotras. Tenía un sentido del humor parecido al mío y Dios mío, no me podía reír más.

Me hacía pensar en la tía Julia, aunque ella no tenía hijos, pero ambas tenían mucho dinero y eran felices y joviales. Mi tía también había estado pendiente de mi nueva localidad, me llamaba y aunque le decía que no era necesario me enviaba más dinero del que podría gastar.

Poco a poquito iba sintiéndome mejor en mi propia piel, como si otra vez la vida me sonriera de nuevo en vez de darme un patada en el trasero.

Normalmente estaba bastante ocupada, salía de casa a las seis de la mañana y regresaba a las ocho de la noche, lo que impedía tener más de dos videollamadas con mis amigos y familia, además influía muchísimo el cambio de horario. Por lo general podía hacer pocas llamadas, entre las clases de alemán y las horas de trabajo mi día se iba volando y apenas tenía tiempo para sentarme en el sofá, y cuando lo hacía me quedaba dormida.

Sí, era muy diferente a mi vida en Madrid, pero siendo totalmente honesta la amaba.

También seguía teniendo sesiones con mi psicóloga por facetime, y cada vez hablar con ella era más relajante, ya no habían tantas lágrimas involucradas y miedo, no, ahora de lo que podíamos conversar era sobre el mínimo vacío que sentía en mi corazón.

¿La razón? Extrañaba a Dante con cada jodida parte de mi cuerpo. Pero no era un extrañar amargo, sino uno agridulce.
Extrañaba despertarme junto a él, darle un beso y luego desayunar en la cocina conmigo sentada en el taburete y él entre mis piernas.

Suspiré, sintiendo la garganta seca.

Habíamos hablado un par de veces por llamada, pues él estaba ocupado con las clases, la editorial y demás. Ambos estábamos tan ocupados que era difícil hablar, o ponernos de acuerdo para una hora. A pesar de haberle puesto una pausa a nuestro noviazgo, continuábamos pendiente el uno al otro y habíamos decidido que podría ser bueno conversar de vez en cuando sobre cómo estábamos. Era como si nada hubiera cambiado y al mismo tiempo hubiera cambiado todo.

Si no había querido tener una relación a distancia eran por varias razones. Una de ellas era porque sabía que si un día quedábamos en llamarnos y yo tuviera que estar más tiempo en la oficina o me quedara dormida puesto que no me terminaba de acostumbrar al cambio de horario, la culpa me carcomería por el resto de semana. Me sentiría mal por no poderle más de mi tiempo, y sabía que él también podría sentirse así. Por eso mi decisión.

Mi celular volvió a sonar, recordándome que debía contestar. Me tiré en la cama y agarré el teléfono.

—Hija, voy a decirte algo, pero debes prometer que no vas a gritar ni a enloquecer.

Las cartas de Dante © Where stories live. Discover now