18: Retomar.

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Dante.

Jazmín se mantuvo inmóvil mientras el doctor explicaba todo al respecto a Javier. Las expresiones del resto eran distintas entre sí, pero todas compartía la misma preocupación y dolor.

Su madre llevó las manos hacia su boca, negando con la cabeza. María lloró desconsoladamente, y Francesco se acercó a ella. Isaac cayó sobre una de las sillas de hospital, sus cejas se fruncieron y su boca se torció. Pero, sin duda, lo que más logró tomarme de imprevisto fue la reacción de Meredith, la media hermana de Jazmín. A través de sus ojos se reflejó un cambio drástico de emociones.

No conocía más de lo necesario sobre Meredith, sabía que era la mujer que se había metido con el novio de Jazmín hacía años y que a veces se limitaba a hacer lo posible para afectar a Jaz. La única vez que coincidimos fue la noche que cenamos en la casa de Sonia. En ese entonces la reconocí como alguien superficial, que le importaba hacerle la vida infeliz a alguien más y no preocuparse por disfrutar y ser feliz con la suya. Lo cual me llevaba a un dilema y concepto que no entendía.

¿Por qué había personas que querían arruinar a otras? ¿Cuál era el caso? ¿Qué tan bien te podía hacer sentir el sufrimiento de otro?

El problema principal era que los seres humanos creían que moraban en un constante juicio, en el cual se volvían jueces injustos, con la única función que juzgar a todos excepto a ellos mismos.

Si alguien te lastima no tienes que devolver ese trato, alejarse es lo correcto, en ocasiones pagar con la misma moneda salía incluso más caro. Devolver lo malo que recibes significa rebajarte al nivel de aquellos que por no estar inconformes con lo que son, se empeñan en destruir quién eres.

Observé a Jazmín. Nunca había conocido a alguien tan fuerte, tan llena de determinación y valor. La admiraba, pero sobretodo admiraba su resiliencia.

Y quería que ella estuviera bien, de modo que cuando la noticia del estado de coma de Javier hizo eco en el lugar mi corazón se arrugó.

La amaba tanto que sentía su dolor como mío.

—Jaz... —susurré. Jazmín alzó la barbilla, clavando sus ojos en los míos.

—Estoy bien, Dante, sé que él lo estará —aseguró.

Por lo general Jazmín solía ser expresiva, esta vez fue neutra, y esos ojos que reflejaban su sentir se cubrieron por un telón que hizo que sólo ella supiera que había detrás de él.

Era una técnica que Dorian usaba a diario, y verla en ella caló profundo en mí. Esa indiferencia escondiendo el dolor.

—Sólo quiero que sepas que estoy aquí —musité.

Había actuado con el fin de que lo supiera, sin embargo recurrí a las palabras para asegurarme de que así fuera.

Jazmín tragó duró, acercándose y envolviendo sus brazos alrededor de mi estómago. Hundió su rostro en mi pecho, soltando un suspiro.

—Es tarde, deberías ir a casa, yo me quedaré con mamá —dijo segura, de hecho, sonó más como una orden que una petición.

En otro caso habría insistido en acompañarla, pero esto ya era un asunto familiar y quedarme me hacía sentir como un intruso. Era su espacio y lo necesitaba, yo lo mínimo que podía hacer era respetarlo.

Si algo había aprendido de ella era que si sentía abrumada o dolida necesitaba su espacio, y cuando ella tuviera suficiente de su propia compañía, estaría ahí para brindarle la mía.

—Te estaré llamando —Agarré su mentón, escudriñándola—. Tú también necesitas descansar —señalé.

Jazmín esbozó una sonrisa floja.

Las cartas de Dante © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora