23. La memoria y sus cosas.

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Javier había despertado.

Fue como si aquella niebla frente a mis ojos se dispara de inmediato. Nada más importó, excepto que mi hermano estaba bien. No íbamos a ser dos,  seguiríamos siendo tres: Javier, Jorge y yo.

Siendo honesta no recordaba mucho del trayecto hacia el hospital, ni siquiera podía decir si Dante y yo habíamos hablado o no. Fui consciente al llegar al ascensor y subir hasta el piso en donde se encontraba mi hermano. En la puerta, estaba mamá junto al doctor, aparentemente escuchando lo que él le parecía explicar. Estando cerca pude unirme y entender que la conversación que mantenía se resumía a las consecuencias que podían haber luego de despertar el coma. Según nos informó, las repercusiones podían variar dependiendo del paciente y del tiempo en que estuvo en el estado de coma. Javier había durado pocos días, así que la recuperación sería más rápida. Podía afrontarse a complicaciones tales como: parálisis en parte del cuerpo, pérdida de fuerza y destreza; cognitivas, con posible deterioro en la memoria, la atención o control de los impulsos, o del lenguaje y la deglución. Cuando le hicieran los estudios y pruebas para ver que estaba bien, de salir bien podrían mandarlo a casa y allí debíamos ser una especie de doctores o enfermeros para él.

—Ahora bien que saben eso, pueden entrar. Les aconsejo tomarlo con calma, aunque fueron pocos días, el paciente no vuelve a ser el mismo después de estar en coma. Cambia. Tengan paciencia —murmuró el doctor, metiendo un lapicero en el bolsillo de su bata.

Volteé hacia Dante, quien me ofreció una sonrisa tranquilizadora.

—Te esperaré aquí —articuló en silencio, sentándose.

Todavía tenía una apariencia llena de cansancio, y en otro momento habría insistido para que fuera a casa, pero, tomando en cuenta su comportamiento atento de los días posteriores no se iría ni aunque lo chantajeara. Acepté que quería acompañarme, le devolví la sonrisa y me dije a mi misma que Dante hacía todo más llevadero, más liviano, y se lo agradecería eternamente.

Seguí a mamá, cruzando el umbral de la puerta. Mi pulso se aceleró al detallar a la persona sentada en la camilla, su ceño fruncido y sus ojos unos tonos más oscuros que los míos.

—¡Ay, virgencita! ¡Estás bien! Mi niño, estás bien —susurró mamá, rebosando de emoción. Las lágrimas se acumularon en sus ojos y su cuerpo pareció paralizarse.

Me dio a pensar que quizás, yo no había sido la única que estaba aterrada por lo que podría ser de Javier si no despertaba.

Mamá abrazó a Javier, manteniendo el cuidado y tratando de no lastimarlo. Me quedé observándolos desde una distancia prudente, entonces él levantó la mirada, clavándola en mi.

—Hola, enana.

Curvé los labios en una sonrisa tan enorme que mi mandíbula dolió, y mi estomago se hundió por la creciente emoción en cada partícula de mi cuerpo.

Nunca creí que escuchar unas palabras de Javier tuvieran tanto efecto en mi.

Gracias Grandulón, ahora sí me tienes ganada.

—Hola, Javi.

Avancé hasta él, tirándome a su pecho y pegando mi mejilla a él. Me devolvió la muestra de afecto, suspirando.

Las cartas de Dante © Where stories live. Discover now