"60"

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El último funeral al que recuerdo haber asistido, fue al de mi abuela Cristina. Una mujer, según me ha contado Francisco, con el mismo carácter de Isis, a la que veía de vez en cuando, porque residía en su ciudad natal, Pereira, Colombia.

Yo no pasaba los diez años en el momento de su fallecimiento, habría compartido tres o cuatro veces con ella en navidad. Tuvimos tan poco contacto, que al morir, no resentí su pérdida, por el contrario, estaba extrañamente contenta de visitar otro país.

Una semana ha transcurrido desde los hechos del quince de abril. Se ha sentido como un año entero.

Perder a Franziska me ha enseñado eso tan doloroso que con mi abuela no comprendí. La muerte, por muy irónico que suene, se vive tres veces.

Una, en el momento que te enteras, y te obligas a reconocer que no hay vuelta atrás, que en las leyes divinas no hay juez terrenal que valga.

La segunda, en su entierro, cuando el dolor te desgarra desde adentro y ves el ataúd cerrado frente a ti, con esas flores a las que les tomé aversión sobre el. Es en ese instante que no puedes evadir el pensamiento de que no quieres darte la vuelta e ir a casa a seguir con tu vida, porque temes dejarla ahí dentro, sin compañía.

La tercera, al abrir los ojos la mañana siguiente y enfrentarte a tu vida sin esa persona en ella. Franziska poco ha estado en mi vida, y aún así, la huella que ha dejado es perpetua. Ese momento acostado entre las sábanas, miras desde un punto lejano como de la destrucción que el luto ocasionado, todo empieza a reformarse, y no quieres, te niegas a permitir el curso natural de tu vida con ese hueco que se ha originado en tu pecho, y del que careces de pieza que lo complete, porque se halla encerrado para siempre entre pilones de concreto.

Franziska había sido una mujer de fiestas y celebraciones inmensas desbordantes de alegría. Su despedida fue lo opuesto. Por seguridad, solo la familia y amigos más cercanos pudieron asistir, Helsen tuvo que dar el discurso en su honor, puesto que Agnes no podía parar de llorar.

Solo hubo un triste y desabrido café, no hubo ni un vistazo de una botella de vino. Ella lo hubiese odiado con el alma, pero al ella partir, se ha llevado el gozo que esta familia poseía, y cuya carencia se nota demasiado pronto.

Moira mete a fuerzas la última pieza de ropa en la maleta abierta encima de la cama que ya sentía mía, en la recámara de Eros. El aire gélido dentro de esta habitación es indicativo de su ausencia, Eros nunca permitía que el frío se asentara, puesto que prefería mantenerme sin ropa.

Soy consciente del desparramo de lágrimas al divisar la humedad de las gotas en la cobija blanca. Respiro hondo, limpiando mis mejillas mojadas con el cuello del suéter blanco bajo el abrigo negro que visto. Por esta razón no quería que nadie me acompañase a recoger mis cosas, entrar aquí me produce ese choque de emociones que en el hotel, custodiada por más agentes de seguridad de los que podría contar con los dedos de una mano y bajo el constante cuidado de mis papás, había estado retrasando.

Me había creado una burbuja para escabullirme de los acontecimientos de los días pasados, me hacía daño, pero no sabía cómo reaccionar sin que el dolor físico, mental y emocional que palpita vívido dentro de mí, se tornase intolerable. Nadie nunca estaría preparado para un golpe de esa magnitud, ciertamente no soy la excepción.

En unas horas más estaría sobrevolando Estados Unidos y en mi cabeza ronda el recuerdo de esa última vez que tuve contacto piel a piel con Eros, que aspiré su perfume y recibí un beso suyo, me roza la herida profunda en mi interior recordar también, que fue en una habitación de hospital. No pudo asistir al funeral de su abuela, ni siquiera Andrea lo hizo, la audiencia, de la que no tengo información, fue pactada para esa fecha y hora, imposible de mover.

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now