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Diecinueve de diciembre, día catalogado en las noticias como el día más frío del mes. Y hoy, justo hoy, Benjamín celebra su fiesta en el patio de la casa de su abuela. Shirley, en un intento por crear una barrera entre la nieve y los invitados, alquiló una carpa inmensa que, para ser honestos, no hace mucha diferencia, el viento gélido se cuela en el espacio que no cubre el material en el piso y la grama cruje a cada paso al aplastar los pedacitos de hielo que quedaron atrás.

Y ni eso es impedimento para que los niños correteen de un lado a otro, alebrestados por la música y el dulce.

Las cuatro con veintitrés minutos de la tarde marca mi celular. Hace dos horas que la fiesta comenzó, Shirley no ha parado de desplazarse de un sitio con bandejas de comida en las manos, la pobre no se ha podido sentar a tomarse un vaso de refresco siquiera.

Hera, Hunter y yo le ayudamos a terminar los detalles de la decoración cuando llegamos, sin embargo, después de mirar el regalo de Eros—mil dólares por cada año de Benjamín—, nos envió a la mesa para abarrotarnos de comida. Se me hace rarísimo el ambiente, estoy acostumbrada a que las fiestas infantiles comienza más tarde, a pesar comprendo que la diferencia varía debido al clima, que la música sea netamente infantil me desajusta la percepción.

Un chiquillo de cabello cobrizo y ensortijado se acerca por no sé cuanta vez a Hera. Le obsequia un caramelo y una sonrisa tímida antes de irse corriendo por dónde vino. Siempre le trae una cosa distinta, y Hera, como las veces anteriores, se come el regalo.

Debe causarle curiosidad el despampanante atuendo de la chica, cubierta por ese abrigo grueso de pelos azules, luce como la versión humana y femenina de Sullivan, de Monster Inc.

El ardor de un pellizco en el hombro me hace girar la cabeza, doy con el cariz burdo de Hunter.

—No lo pensarás llevar a casa de Eros mañana—protesta, ojeando sin disimulo a Giovanni, sentado a su costado—. Le arruinarás el cumpleaños.

—Puedo oírte—reclama el aludido, dejando el vaso de chocolate caliente sobre la mesa.

Hunter le examina incrédulo de que Giovanni se haya atrevido a dirigirle la palabra. Desde que le conoció horas atrás se ha quejado de él, lo más gracioso de todo, es que si han intercambiado cuatro palabras es decir mucho.

Mamá nos lo ha embolsado en cuanto se enteró de la fiesta y que todos asistiríamos, para ser honesta tampoco me pareció lo más educado dejarlo en casa, aún así, tuve que enfrentarme a la tediosa tarea de subir con él a la terraza a enfriarme los huesos para quejarme de la cargante actitud que tuvo anoche en la cena, porque en casa la intimidad ya no existe.

Meditó casi un minuto de silencio hermético lo que me diría, su falta de respuesta potenció mi enojo, cuando tomé un paso para abandonarle allá arriba, me contestó que se dejó manejar por la frustración y los celos de saber que eso que le tenía tan ansioso, repetir nuestro momento idílico de verano, no ocurriría. Me intentó besar pero logré esquivarlo y después de repetirle lo que él mismo ha dicho, volví a casa para conseguirme a Eros esperando por mí en el umbral de la puerta.

Notó mi humor del demonio tan pronto me detuve a su lado y la tensión se convirtió en un arma filosa cuando Giovanni tropezó con nosotros. No hizo preguntas ni suposiciones, no tuvo tiempo. De solo recordarlo, el rostro se me frunce de nuevo como si saboreara limón.

—Si mueves las orejas te llevan volando lejos de aquí, me sorprendería que no lo hicieras.

Giovanni no se ofende, ya está acostumbrado a que le hagan burla por el tamaño particular de sus orejas. No por nada en el colegio le apodaron Dumbo. Detesto tener que morderme la boca eludiendo las carcajadas cosquillándome la garganta, no quiero hacerlo, es terrible, pero ahí está el mismo Giovanni riendo, mis dientes liberan mi labio y la risa contenida.

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now