Capítulo 40

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—Los daños fueron mínimos— empezó a decir Antonio cuando entró a su despacho—; has tenido suerte de que sólo se haya incendiado la cocina. De todos modos, sabes que pueden quedarse en casa todo el tiempo que deseen. 

Antonio miró a su hermana en busca de una respuesta, de alguna reacción de su parte, pero, en cambio, ella sólo se limitaba a tener la vista fija en la pared.
—Elena— la llamó, moviendo una mano frente a su rostro—, no me estás escuchando...
Elena parpadeó rápidamente, volviendo a la realidad. Miró a su hermano apenada porque realmente no había escuchado una sola palabra de lo que le dijo. Es que su cabeza estaba en la noche anterior, en Mariano besándola, de nuevo. Necesitaba sacarse a ese hombre de sus pensamientos y él se lo hacía cada vez más difícil.
—Lo siento— se excusó—, es que estaba pensando en lo que sucedió anoche, en el peligro que corrimos con los niños— mintió descaradamente.
—Me estás mintiendo...— dijo Antonio sospechando de sus palabras.
—Claro que no— dijo ella rápidamente.
¿Acaso era tan transparente con lo que sentía? Esperaba que no todos la conocieran tan bien como lo hacía su hermano.
—Elena— advirtió su hermano—, dime qué está sucediendo.
—Mariano me besó— dijo como si fuese una niña a la que estuvieran regañando—, otra vez.
Antonio soltó un largo suspiró y se recargó en su escritorio, sabía que no era buena idea que su hermana volviera al pueblo. No quería que Mariano volviera a lastimarla.
—Eres grande, Elena— le dijo finalmente—, creo que sabes lo que haces. Sólo intenta que sea lo que sea, los niños no salgan perjudicados.

—¿Cómo estás?— le preguntó Mariano interceptándola cuando salía de la oficina de su hermano, invitándola a pasar.
—Mejor— dijo con su mejor sonrisa falsa—, le agradezco por preguntar, señor Pereyra.
No desaprovechó la oportunidad de acercarse a la puerta y cerrarla.
—¿Así que me vuelves a tratar de usted?— dijo riendo— Anoche mientras me besabas no lo hacías.
Elena entrecerró los ojos, ¿en serio acababa de ser tan descarado como para decir eso?
—Tú me besaste, Mariano— le dijo enojada—, de nuevo y sin permiso.
—Te bese porque quería besarte— dijo con arrogancia, acercándose a ella—, pero sé que tú también te morías por besarme. Al igual que ahora, al igual que siempre que estoy cerca de ti— dijo con voz más profunda—. Tu corazón se acelera, el mundo parece desaparecer, tu piel se estremece y muerdes muy poquito tu labio inferior. Sin mencionar que, por dentro, por detrás de todo tu orgullo, te mueres por darte vuelta y besarme, y así acabar con este sentimiento que te quema por dentro. ¿Y sabes cómo sé todo eso?— le preguntó y ella negó con la cabeza, imposibilitada de pronunciar palabra alguna— Lo sé porque eso es exactamente lo que siento yo cada vez que te tengo cerca, desde que te conocí; es un sentimiento que no se acaba nunca, aunque pasen los años. Así que, lamento informarte, Elena, que seguiré besándote cada vez que tenga la oportunidad.
Elena no podía reaccionar, no podía encontrar palabras ni razones que la hicieran entrar en razón. Para hacerle entender que lo que estaba por hacer estaba mal, pero parecía que nada ni nadie podía frenar lo que se había liberado en su interior. Eso que había tenido reprimido por tantos años y que ahora no le daba tregua.
—¿Tienes algo para decir, Elena?
Lo miró a los ojos por primera vez desde que había entrado en su oficina y ninguno de los dos pudo detener la oleada de sentimientos que se desató con esa simple mirada. Mariano la tomó de la nuca y la besó apasionadamente, no esperaba que Elena lo rechazara pues tenía la certeza de que ella sentía igual que él.
Elena dejó de lado su orgullo y su dolor, los dos pilares que la habían acompañado por años porque ya no tenía sentido, no tenía sentido seguir negando que seguía amando a Mariano como lo hizo desde el primer momento en que lo vio, cuando se suponía que debía odiarlo.

—Tú le cuentas a alguien acerca de esto y eres hombre muerto— lo amenazó Elena mientras se terminaba de subir el vestido.
—Quédate tranquila que no le diré a nadie que nos hemos acostado— le dijo él mientras se abotonaba la camisa—. Déjame que te ayude— le dijo al ver que el cierre se le había trabado.
Elena asintió y dejó de forcejear. Mariano agachó detrás de ella para desenganchar el cierre que había agarrado parte de la tela del vestido. Cuando logró su cometido, depositó un beso en la parte inferior de su columna antes de subir el cierre por completo. Se incorporó y depositó otro beso en su nuca esta vez.
—Basta, Mariano— pidió en un suspiro—. Me tengo que ir y si sigo un minuto más en tu oficina, la gente de este pueblo me tendrá en su boca el resto de la semana.
—Está bien— aceptó suspirando—, déjame acompañarte a tu casa.
Elena asintió ya que era lo mínimo que podía hacer después de lo que acababan de hacer. Salieron de la alcaldía y se dirigieron a la casa de Antonio.
—Necesito volver a mi casa— se quejó—, Antonio me controla demasiado.
—Puedes decirle que estuviste discutiendo conmigo toda la tarde...
—No tengo por qué darle explicaciones, Mariano. No tengo que inventarme una excusa a esta altura de mi vida. No me digas que esos son...— dijo acercándose rápidamente al auto estacionado frente a la casa de su hermano.
Mariano la siguió confundido pues nunca había visto ese auto en el pueblo. Pero hubiera deseado nunca más volver a ver al sujeto que bajó del auto para abrazar a Elena.
—¿Qué haces aquí, Augusto?— preguntó Elena feliz de verlo.
—Te diría que te extrañamos, pero en realidad queremos ver a los niños— bromeó.
—No seas así— le dijo una mujer uniéndose a la pequeña reunión—, los hemos echado de menos a todos.
Los intrusos se percataron de la presencia de Mariano y a este le dio la sensación de que Augusto se tensó al verlo.
—Mariano, ¿recuerdas a Augusto?— le preguntó Elena y él asintió serio, por supuesto que lo recordaba— Ella es Rose, su mujer.
Se saludaron con visible incomodidad, ¿por qué Augusto y su mujer se sentían tan incómodos en su presencia?
Elena invitó a sus amigos a entrar y sintió que era una descortesía no invitar a Mariano también. Así que todo el grupo entró en la casa.
—¿Has visto a Magdi?— preguntó Elena a Rose.
—Sí, Gus y Demi tuvieron que separarnos— dijo riendo— porque no podíamos parar de hablar. Me ha contado muchas cosas, por cierto— le dijo en un susurro para que sólo ella escuche.
Elena sonrió sintiendo que sus mejillas se coloreaban. Esperaba que esa reunión no fuera un desastre.

—Amy, Vin, es hora de que se vayan a la cama— les dijo Elena después de cenar.
Pero el problema es que ninguno de los niños quería dejar a sus tíos favoritos; Amy estaba sentada sobre el regazo de Rose que le trenzaba el cabello y Vincent jugaba con el nuevo juguete que le había traído Augusto.
—Vamos, háganle caso a mamá que mañana faltarán al colegio para ir a pasear con los tíos, ¿qué les parece?— preguntó Augusto provocando que los niños sonrieran todo lo que sus mejillas podían.
Asintieron y Berta los llevó a su habitación. Mariano, por su parte, sentía que hervía de celos; odiaba ver lo involucrado que estaba Augusto en la vida de Elena y odiaba, sin saber por qué, que los niños lo quisieran tanto.
—No deberías dejar que falten al colegio— dijo Mariano, acabando su copa de vino.
Todos los presentes dirigieron su mirada a él, que había hablado poco y nada durante la noche.
—Tiene razón, Elen...— dijo Antonio, intentando defender a su amigo. Además, a decir verdad, a él tampoco le agradaba Augusto.
—Pedirle a estos dos que no malcríen a mis hijos es imposible— rio Elena—, yo me rendí cuando empezaron a gatear.
—No creí encontrarte aquí, Mariano— dijo Augusto maliciosamente—. Creí que después de perder la alcaldía, te irías del pueblo.
Rose negó con la cabeza pues sabía que su esposo no se contendría de decir algo así. Lo supo desde que vio quién era el acompañante de Elena.
—Ya ves que no— respondió Mariano sin quedarse atrás—, me he quedado; además, Antonio y yo somos grandes amigos. A quien sí me sorprende ver aquí es a tu esposa, considerando la extraña relación que solías tener con Elena, ¿aún la besas cada vez que la saludas?
Augusto, Rose y Elena se miraron fijamente para luego estallar en risas.
—¿Se supone que yo me tengo que espantar?— dijo Rose entre risas.
—Creo que sí— le respondió Elena en el mismo estado.
Mariano miraba la situación sin entender qué sucedía hasta que Dolores se apiadó de él y le contestó.
—Rose y Augusto se conocieron gracias a Elena hace muchos años en París.
—Ellos son los padrinos de Vincent, además— agregó Elena—. Cuando estaba embarazada tuve que hacer reposo absoluto, pero me cansé de estar postrada el día número dos. Así que negocié con Demi que podía estar sentada al menos, entonces empecé a coser y diseñar. Imagina que estaba todo el día en eso. Entonces envié a Augusto a París y le dije que hasta que no encontrara las telas de mejor calidad, que no volviera.
—Mi ex esposo era un importante comerciante textil— explicó Rose— y cuando vi a Augusto entrar en la tienda... no creía en esas cosas de amor a primera vista, pero con él lo comprobé. Volvimos a Buenos Aires casados, aunque Elena casi nos mata, ¿lo recuerdas?
—Por supuesto que lo recuerdo, no quise hablarles por días; no podía creer que se hubieran casado sin un llamado, una carta, nada. Después se me pasó y te adoré.
—Elen, ¿me ayudas a acostar a Matilde?— le preguntó Dolores incorporándose.
Elena asintió y Rose quiso unirse así que las tres salieron de la sala, dejándolos solos.
Después de dejar a Matilde en su cuna, Dolores les hizo una seña para que la siguieran a su habitación. Cerró la puerta y acusó con el dedo a Elena.
—Te has acostado con Mariano.
—Claro que no— dijo la acusada rápidamente.
—Sí, claro que sí— secundó Rose—. No sabes la energía que había entre ellos dos cuando los vimos.
—¿Es muy notorio?— se preocupó Elena, no quería que lo supiera todo el mundo.
—No— la tranquilizó Dolores—, yo me he dado cuenta porque siempre hay una cosa tensa entre ustedes. Como una energía acumulada que hoy ya no está.
—Y yo sólo me di cuenta porque te he visto cada día de mi vida los últimos años y te conozco demasiado— aceptó Rose—. Jamás te había visto así. Pero, ¿qué sucede con Clemont?
—Eso, ¿aceptarás su propuesta de matrimonio?— preguntó ahora Dolores.
Elena no se había detenido a pensar en Clemont y su propuesta, la cual aún no sabía si debía aceptar.
—No estoy segura— aceptó Elena—, ya no lo estoy.




La venganza de ElenaWhere stories live. Discover now