Capítulo 35

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—¿Cuándo pensabas decírmelo, Elena?— le gritó su hermano como si fuera una niña.

Estaba sentada en uno de los sillones del despacho de la alcaldía, donde momentos antes sus mejillas se habían calentado al pensar en las cosas que había hecho con Mariano en ese lugar cuando él era alcalde.

—No eres mi padre, Antonio— dijo molesta por el número que estaba armando su hermano—. Ya no soy una niña; soy una mujer adulta capaz de tomar mis propias decisiones.

—Es por él, ¿verdad?— estaba furioso, la vena de su cuello parecía a punto de explotar y su rostro estaba colorado por la rabia.

—¿De quién estás hablando?

—Tú sabes muy bien de quién estoy hablando, Elena. ¿No te alcanzó lo que te hizo hace años? ¿No te alcanzó con que te destruyera? ¿O tengo que recordarte que no podían ni levantarte de la cama cuando volviste a Buenos Aires?

—¡No tienes que recordarme nada!— gritó Elena ahora furiosa, las lágrimas de coraje corrían por su rostro— ¿Tú crees que yo no lo recuerdo? Recuerdo cada lágrima que derramé por él y te puedo asegurar que no volveré a derramar ni una otra.

—Pues yo te veo llorando por él en este preciso instante.

—¡Eres un necio, Antonio, no se puede hablar contigo! ¿Tanto te cuesta ver que no puedo volver a Buenos Aires? ¿Qué todo me recuerda a papá?— se quebró, los sentimientos que había estado reprimiendo todo ese tiempo por fin fueron puestos en palabras— Estoy todo el tiempo creyendo que aparecerá en algún rincón de la casa, que está jugando con los niños en el patio o que simplemente está ahí cuidándome como lo ha hecho todos estos años.

Antonio se quedó pasmado en su lugar, indeciso si debía acercarse a su hermana a consolarla o irse y dejarla tranquila. Suspiró y se apoyó en su escritorio. Realmente la había cagado esa vez; desde la muerte del esposo de su hermana, su padre había estado a su lado en todo momento.

No se había dado cuenta de lo afectada que estaba ella; en el velorio ni siquiera había llorado, pero sabía que la mirada perdida en el rostro inexpresivo de su hermana debía significar algo.

—Hemos estado viviendo en la casa de Augusto— explicó un poco más calmada, sentía cómo el aire volvía a circular por sus pulmones—, ninguno de los tres soporta estar en esa casa, pero tampoco soportaría venderla. Por eso he decidido venir a vivir aquí con los niños, es por eso que desde hace tres meses están remodelando la casa a dos calles de aquí.

Se trataba de una de las tantas propiedades que Elena poseía en el pueblo, la única que no estaba en transferencia para su hermano.

—Creí que me habías dado todas las propiedades a mí...

—Esa no, necesito un respiro, Antonio. Los niños no se merecen tener una madre tan desestabilizada, soy lo único que tienen, lo sabes.

—¿Y crees que este es el mejor lugar para recuperarte? ¿El lugar que te destruyó hace tantos años?

—No me destruyó— dijo Elena levantándose para dirigirse a la puerta—. Ya ves que aquí estoy de pie, se requiere mucho más que un hombre cobarde para destruirme, Antonio.

Con todo su orgullo y compostura recuperados, salió del despacho de la alcaldía. Tenía su cabeza en alto y sentía que podía enfrentarse a lo que sea. ¿De dónde había obtenido esa fuerza? No lo sabía, pero no lo desaprovecharía.

—Elena— al escuchar su voz supo que su fuerza había huido despavorida; serviría para otra batalla, no para esta—. Entra, por favor.

Entró en su despacho; era lindo y muy iluminado. La araña que colgaba del techo le llamó la atención, así como la biblioteca llena de libros. De acuerdo; debía dejar de ver la decoración y enfrentarlo.

La venganza de ElenaWhere stories live. Discover now