3 🐺 El encuentro inesperado

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Casita

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Casita

El hombre miraba con atención la escena sin decir nada, entrecerró los ojos porque le parecía bastante raro que una humana cuidara de un lobo ya que no era algo común de ver.

―Eso no parece floricultura.

La voz masculina tan penetrante y grave que escuchó Millennia detrás de ella fue como si la atravesara sin haberla tocado. Giró la cabeza para clavar los ojos en su cara, en su mirada.

―¿Quién eres? ¿Y cómo entraste aquí? ―cuestionó molesta y enseguida tomó el cuchillo de la fuente para ponerse de pie y enfrentarlo.

―Tus padres me recibieron... soy el invitado ―sonrió de lado sin mostrarle los dientes.

―Qué ojos tienes... me ponen nerviosa ―tragó saliva con algo de dificultad sin poder apartar la vista de ellos.

―Soy indefenso... los tengo para ver mejor ―puso una mano sobre su cara mientras le sonreía―. ¿Bajarás ese cuchillo? Te aseguro que no soy malvado.

Millennia miró el cuchillo y bajó el brazo.

―Por favor, no le digas a mis padres que lo tengo aquí ―se puso de cuclillas para arroparlo mejor―. Está muy malherido, lo encontré anoche en el bosque.

Mientras Amos la escuchaba con atención, miraba todo a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en el perchero donde yacía colgando la capa de color lila. La misma que vio en su sueño.

―¿De quién es esa capa con capucha?

―Mía.

La respuesta de la joven lo perforó pero no dijo más nada. Caminó hacia la mesada que estaba contra la pared, era larga y estaba llena de frascos de vidrios, recipientes del mismo material, cucharas, vajillas de cerámica, un mortero de mármol lapislázuli para machacar semillas, especias, pétalos de flores, aceites, y todo lo que parecía que ella hacía con la floricultura.

―Tu madre me dijo que haces productos de belleza.

―Sí, pero solo para mi madre y para mí ―contestó y luego habló de nuevo―, hago bálsamos, aceites y cremas también.

―¿Vendrás a almorzar? ―preguntó él.

―No.

―Si vienes, yo no abriré la boca con respecto al lobo.

―Trato hecho.

―Nunca hagas un trato con el siberiano.

―No me das miedo ―le dijo con seguridad―. ¿El Siberiano? ¿A qué se debe ese apodo?

―¿Qué crees que tengo más llamativo?

―Presumido... ―apretó la boca pronunciando aquello por lo bajo―, el color de tus ojos.

―No soy presumido, es la verdad, mis ojos llaman la atención... puesto que también te pongo nerviosa.

―¿Ahora escuchas lo que digo entre mis dientes? ―cuestionó de manera casi indignada y arqueando una ceja.

El Siberiano de Génova ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora