6. Su nombre, mi destino

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No supe el por qué, pero mis ojos se inundaron de lágrimas al instante. ¿Esto era en serio? ¿En serio Dios me odiaba tanto? Podía ver, eso estaba claro, pero no aquellos colores que deseaba observar desde pequeña. Y es que todo un escalado de negros. ¿Era este el gris?

¿Por qué? Esa era mi única pregunta. ¿Realmente me merecía esto? Es decir, nunca había cometido pecado alguno... o al menos no había tenido la oportunidad de ello.

Las agujas del reloj dieron una vuelta entera y yo estuve en la misma posición por mucho tiempo. Veía mis manos grises, ya sin llorar, pero momentáneamente ida. Intentando aceptarlo, verle el lado bueno.

—Al menos ya puedo ver —contesté seca, mientras me quitaba aquellos lentes oscuros que seguramente no volvería a usar nunca más.

Me quité los cables del brazo y pecho que me conectaban a esa ruidosa maquina del demonio. Era obvio que el sonido interminable y estrepitoso se escucharía luego de esto, pero no me importó en lo más mínimo. Tan solo quería verme, deseaba saber cómo era.

Corrí algo temerosa hacia el baño, que yacía sin puertas a un lado del cuarto. Me recargué sobre el lavamanos con los ojos abiertos, ¿ésta era yo? Aunque no había colores, mis manos no pudieron dejar de temblar por la emoción mientras me tocaba mi cabello largo de color oscuro y cada centímetro de mi rostro. Aún más por aquellos ojos sin color que parecían, aún y así, llamarme con necesidad.

Una sonrisa se mostró entre mis labios encarnados. Respiré profundamente, admirándome, aceptándome y reconociéndome finalmente. Era como un sueño, pero el más bonito de todos. No podía creérmelo, pero esto era la realidad.

¿Nicole?

Una voz a mis espaldas me llamó.

¿Ana?

Volteé hacía atrás titubeante, justo para toparme con la delgada pero gris figura de mi mejor amiga, una que yacía frente a mí y que me abrazaba como si nunca lo hubiera hecho.

—¿Puedes verme? —preguntó casi llorando.

—Sí, puedo verte Ana —respondí instantáneamente.

Sonrío ampliamente para luego regresar a un semblante serio. Arqueó sus cejas y, acercándose indebidamente a mi rostro, comenzó a examinarme.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunté preocupada.

—Es solo que —Calló un instante—. No, creo que no es nada, olvídalo.

—¡Vamos! —Hice un puchero— No pierdes nada con decirme.

Tardó unos segundos, pero al final accedió.

—Estaba casi segura de que tenías los ojos cafés oscuros, pero creo que me equivoqué.

Así que no eran cafés...

—Casi nunca te enseñé mis ojos. La gente comete errores.

No sonrío, sólo regresó a su mirada seria.

—Y... ¿quién era ese señor que te ofreció la bebida?

Me abstuve de responderle. ¿Por qué tanto interés en ello? ¿Solo era una bebida, o no? ¿Había algo más importante en aquello? Comencé con mi muy usual debate a las situaciones misteriosas y me quedé callada. Ana, quien me miraba, tan solo espero mi respuesta. Los segundos pasaron y justo cuando decidí responderle, la puerta del cuarto se abrió como rayo. Un señor en bata blanca, fornido y muy joven fue quien entró para solamente tomarme del brazo algo molesto y me obligaba a regresar a mi lugar de origen: la cama.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora