2. Noche de fiesta

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El abrazo aún no terminaba. Habían pasado cerca de dos largos y silenciosos minutos en los que Diana parecía estar llorando en silencio. ¿Extraño? Sí, pero de igual manera no le decía nada. Me podía imaginar el por qué. Tener esa enfermedad a esa edad seguramente era muy difícil. Podía saber sin preguntar. Seguramente su madre no le había dado consuelo para soportar los días de tortura y discriminación que probablemente conseguía de parte de sus compañeros de clase. Y eso era horrible. A mi me había pasado. Soportar las burlas y chistes de mal gusto dolían.

—¿Diana? —Rompí el silencio—. ¿Estás bien?

Sentí como tras mis palabras, escuchaba como pasaba saliva y daba señal a que se separaba de mí.

—Sí, estoy bien —sonó algo alterada—. ¿Cómo que hace frío o no?

—¿Frío? —Sonreí—. Diana, estamos como a treinta grados.

Guardó silencio tras aquello.

—Creo que me siento algo mal.

—¿Mal? —Le tomé de las manos con cierta preocupación—. ¿Qué sientes?

—No me siento... yo.

—¿No te sientes tú?

Ajá.

Reí por tal tontería y, restándole importancia al asunto, tan solo pude acariciarle el cabello cuando yacía frente a mí y ya no a mi hombro.

—No te preocupes Diana, todo estará bien.

—Eso espero.

Sonreí levemente justo cuando terminó de decir aquello. Por un lado, no había entendido muy bien su síntoma, y por el otro, pensaba que solo era porque estaba nerviosa de conseguir a una nueva amiga en el hospital; de las pocas que seguramente tenía.

¿Diana? —Una voz al fondo hizo que ambas volteáramos a ver hacia la derecha—. ¿Diana? ¿Dónde estás?

Escuché unos pasos apresurados hacia nosotras y, cuando pensé que la mujer en cargo que gritaba el nombre de mi nueva confidente iba a pararse para agradecerle al cielo y a mí su encuentro, tan solo pude sentir como me empujaban de la pequeña y la separaban de mi lado.

—¿Cuántas veces te he dicho que no hables con extraños? Y menos con gente que sea...

—¡Mamá! —Le interrumpió Diana molesta—. Es mi nueva... amiga.

La mujer calló de repente, como si aquella respuesta le hubiera dado una abofeteada en el rostro. Yo, algo triste e incómoda, me limité a levantarme de aquel sillón ya caliente por la larga espera de Ana. 

—No importa, Diana... siempre pasa esto —solté en el aire intentando sonar alegre, para luego pedir disculpas a la mujer delante mío y, con la cola entre las patas, caminar sin rumbo fijo para desaparecer de aquella escena tan comprometedora y a la vez agobiante.


.

Llegué hacia un pasillo, tanteando la pared de vez en cuando. Sentándome luego en el suelo cuando sentí las lágrimas amenazando con arrojarse contra mi camisa. ¿Tan horrible era? ¿Mi rostro era tan feo como para que me trataran de esa forma? Me pregunté aquello una y otra vez.

Los lamentos que había intentando contener desde el encuentro del joven tan frío de la mañana hasta ahora, salieron volando incontrolables de mis ojos.  ¿Es que todo era mi culpa? ¿Era mi delito por ser como era? Tan tonta y tan enferma.

¿Nicole?

Dejé de llorar casi de inmediato, abriendo mis ojos enfocados en aquel color oscuro que parecía que siempre me acechaba.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora