Detective Samuel Moore.

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Las húmedas noches de verano en la ciudad de Nueva York había sido algo tan característico de ella desde su fundación, y todos sus habitantes estaba naturalmente acostumbrados a ellas. Todos, menos un hombre mayor de cincuenta años, de tez olivácea y con un poco de sobrepeso. En su natal Ontario, en Canadá, había aprendido a disfrutar del clima fresco y verdoso, pero cuando llegó por casualidades de la vida a la gran ciudad, se arrepintió para siempre. En sus muchos años como policía en Nueva York, cada caso de homicidio solía ser siempre peor que el anterior, como si los malditos asesinos estuviesen en una especie de competencia.

Pero hasta ahora, uno de los más horrendos crímenes había tenido lugar tan solo unos días atrás, en el que tuvo que registrar la residencia estudiantil donde seis estudiantes perdieron la vida de manera bastante salvaje. El corazón un poco lastimado del detective Samuel Moore se había desacostumbrado también a las emociones fuertes, por lo que esa noche estaba decidiendo en su cama, en una de las muchas noches de insomnio que solía tener desde que se hizo policía, en despedirse de su trabajo y dedicarse a disfrutar de su vida como cualquier adulto mayor.

No es que no le gustara ser policía. Claro que le encantaba la idea de atrapar a cualquiera que dañara de alguna forma el orden en el que le gustaba que se mantuvieran las cosas, hacerlos pagar por el crimen que fuera. Pero ya habían pasado años desde que podía correr a gran velocidad detrás de algún ladrón, que según pensaba él, cada vez eran más jóvenes. Ahora, su trabajo era más que todo ordenar a los nuevos oficiales de policía y entrenarlos, aunque cuando se presentaban casos extremos, él debía meter su mano.

En ese caso, había llegado su turno de intervenir, pues el caso le había dado la vuelta al mundo en tanto solo cinco días. En todas las noticias, aún aparecían retazos y comparaciones con los terribles asesinatos de la residencia de estudiantes de medicina. 

Finalmente, luego de haber dado vueltas en su cama por más de dos horas, se resignó a que esa sería una de 'esas noches', por lo que tomó un portaretrato de una mesita de noche y le dio un beso.

En la foto, aparecía una mujer de unos treinta años, morena, y sonriendo como si aquel fuese el día más feliz de su vida. Rachel, así se llamaba la mujer, había sido la esposa del detective, y unos veinte años atrás, unos pandilleros, o algo por el estilo, la asesinaron.

Para Samuel Moore, esa era su peor carga a cuestas: No haber protegido a su esposa siendo él un oficial de policía. No estuvo con ella en el momento de su muerte, y aunque logró capturar a uno de los malditos asesinos, éste nunca reveló nada importante, pues murió en la cárcel el mismo día.

Veinte años después, un crimen similar había ocurrido. Unos asesinatos en los que no parecía haber sido nadie el culpable. Pero esta vez, había un hecho que al detective le pareció interesante.

El día que analizaba las evidencias del crimen, se topó con un pedazo de espejo de tamaño considerable,similar a un gran cuchillo, lleno de sangre.

Pero no había sido solamente eso, sino que al hacer las muestras de adn, se demostró que esa sangre no pertenecía a ninguno de los fallecidos, sino a dos personas ajenas al lugar de los hechos. Dos asesinos de los cuales uno podría estar muerto, pues fue la mayor cantidad de sangre la que se encontró. El otro tal vez habría tenido heridas leves, pues solo en los afilados bordes del espejo se hallaba su sangre.

Se puso de pie y caminó hasta la sala, donde encendió la luz. Luego se acercó a un cómodo sillón que estaba frente al televisor y lo encendió, donde estaban pasando un programa de historias de terror.

-He visto peores historias en la vida real.- se dijo el detective mientras se daba cuenta de lo que ocurría en la historia. Unos chicos que se acercaban a un cementerio con intenciones de hacer una fiesta en él, cuando se topaban con una espeluznante criatura, similar a un humano, pero tan pálido como un muerto y con unos terribles y afilados colmillos. Uno de esos monstruos que la gente comúnmente llamaba vampiros.

Se acomodó en el sillón, cuando de pronto sonó el timbre. El hombre se sobresaltó, pues quién iría a visitarlo a las dos de la madrugada. Además que al viejo detective no recibía visitas a menudo. Así que decidió ignorarlo, hasta que un segundo repique de timbre lo sacó de sus casillas.

-Qué molesto.- dijo con pereza, mientras se levantaba y se colocaba sus pantuflas. Caminó hasta la puerta de entrada y echó un vistazo por la mirilla. Lo que vio le produjo una sensación rara en el estómago. Un chico de unos dieciséis años, de cabello negro y despeinado y de un tono de piel pálido, tanto como el del vampiro de la televisión, aunque esta era mucho más lustrosa, limpia, como si de la piel de un bebé se tratara.

Pero no era solo eso lo que le había producido esa sensación en el estómago, similar a cuando crees que vas a resbalar pero no lo haces. Lo que además le sorprendió era que el rostro de ese chico se le hacía terriblemente familiar, como si lo conociera de algún lado. Estuvo pensativo un rato, cuando escuchó una voz monótona pero fuerte que le habló.

-Detective, sé que está al otro lado de la puerta. Por favor, si es tan amable de abrir.- dijo el chico, no podía ser otra persona.

Entonces el chico lo conocía. No estaba equivocado el hombre que se encontraba dentro de la casa, respirando hondo ante el tono de voz que, aunque dijo por favor, más bien sonó a una orden a las que el viejo detective no estaba acostumbrado. Él daba las órdenes, no las recibía.

'¿Cómo sabe que estoy justo detrás de la puerta?' se preguntó Samuel, frunciendo el ceño. Tal vez eran muchos años de servicio, pero la paranoia era algo común en él, y se le ocurrió la idea de que el chico podía verlo. Algo disparatado.

-Detective Samuel Moore, necesito hablar con usted.- dijo de nuevo el chico en esa voz autoritaria.

-Fuera de aquí, chico. Estas no son horas para estar hablando. Vete a casa, tus padres deben estar preocu...- dijo el detective, pero fue interrumpido por el chico.

-Soy mayor de lo que usted cree.- dijo el chico con voz seria.

'Basta de mierda.' pensó el detective. Nadie que tuviera el mínimo de sentido común se atrevería a atacar la casa de un policía armado, aunque fuese el más viejo del mundo. Por eso abrió la puerta, y fue cuando se percató bien del hombre que estaba en el umbral.

De una estatura media, un metro setenta quizás, delgado, pómulos prominentes, labios finos y nariz recta, de una mirada oscura y penetrante, como navajas. Estaba vestido casi totalmente de negro, a excepción de sus zapatos, que eran grises.

-Buenas noches detective. Mi nombre es Ben...- Esta vez fue Samuel quién interrumpió al hombre, pues increíblemente, lo había reconocido. No podía creerlo, no podía ser posible. Los ojos del detective se abrieron por la sorpresa al darse cuenta que la persona que se hallaba de pie frente a él había estado tan solo unos días atrás en la mesa de la morgue, sin vida, con la cabeza separada de su cuerpo. Benjamin Preston.

-¿¡Cómo es que estás vivo!?- exclamó el hombre, tomándose el pecho, pues sentía que el corazón se le iba a salir. Era científicamente imposible que alguien decapitado hubiese quedado con vida, y menos que estuviera hablándole como si nada. Lo había reconocido al instante de abrir la puerta, pero su cerebro no le daba crédito a sus ojos.

-Me recuerda.- dijo Benjamin, con voz monótona y apagada, como si no le diera importancia a lo que ocurría.

El detective siempre dormía con su arma reglamentaria en el pecho, justo donde se estaba tocando el corazón desbocado. Sin mediar palabra, sacó la pistola y apuntó al chico, que no se inmutó ante la escena.

-¿¡Eres un fantasma!?- preguntó Samuel, sujetando firmemente la pistola, apuntando directamente a la cabeza de Benjamin.

-No, detective. No soy un fantasma. Soy un vampiro. Necesito saber quiénes me asesinaron, y usted va a ayudarme a encontrarlos.-

Vrykolakas: La Venganza.Where stories live. Discover now