Sofía la Joven

By Tunanterrante

2.3K 517 844

Un desertor de un ejército vencido busca refugio desesperado en un hogar abandonado. Lo que allí encuentra ca... More

Prólogo a una vida
Prólogo a un encuentro
Prólogo a un poema
Prólogo a la piedad
Prólogo a la vez primera
Prólogo a un temor
Prólogo a una respuesta
Prólogo a Ella
Prólogo a Él
Prólogo a un secreto
Prólogo a los tricornios
Prólogo a una despedida
Prólogo a una cacería
Prólogo a un único destino
Prólogo al primer paso
Prólogo al prólogo
Prólogo

Prólogo a Ellos

76 21 47
By Tunanterrante

       Salvador se incorporó sobre la tierra adormecida, escuchó el galope de la jauría levantando el polvo y rasgando el aire con colmillos bañados en espumarajos furiosos. Corrió sintiendo cómo aquel traqueteo de patas sobre el camino iba acelerando en su dirección como si una locomotora fuese a estrellarse contra sus huesos mismos.

       Corrió, corrió como un cervatillo recién nacido, sin encontrar la combinación correcta del movimiento de sus piernas, sintiéndolas temblar por el miedo como si no fuesen capaces de sujetarle, pero avanzando, sin rendirse ante la desesperación de un cuerpo traidor que te abandona cuando más lo necesitas.

       Llegó el hombre hasta la carta y los perros hasta el cortijo. La agarró con la urgencia de la mano que te sujeta antes de caer, y se irguió sin atreverse a mirar hacia lo que se le venía encima. Giró sobre sus talones y se enganchó a las rejas de una de las ventanas, comenzó a subir sus piernas casi antes que sus manos, en la vital necesidad por despegarse de la tierra y las dentelladas. Consiguió trepar sobre la ventana, y se encogió hecho un gurruño acongojado cuando el primer tiro dio justo sobre su cabeza.

       Los perros llegaron a sus pies, saltando entre ladridos y gruñidos de odio entrenado, Salvador subió al tejado, otro disparo sonó como un martillazo sobre las tejas. Corrió hacia el muro del patio y se dejó caer dentro al son de otro tronar y un silbar hambriento. Su amigo el pozo no le esperaba, oscuro y ajeno ignoró a Salvador mientras se reincorporaba, carta en mano, y titubeando sobre qué dirección tomar entre la numerosas puertas que rodeaban el refugio del níspero huérfano.

       Corrió hacia la sala donde reposaba la vieja foto, casi implorando la protección de aquella familia que él había convertido en los Remite. Oyó golpes en la puerta, escuchó pasos sobre el tejado, ladridos incesantes alrededor de los muros. Se ocultó tras un viejo baúl e hizo lo único que podía hacer en aquel momento: leer la carta.

       En letra urgente, Sofía le dijo que lo sabía, todo lo sabía. Desde el principio supo que él no era él, siempre lo supo y no quiso saberlo. Pero el tiempo le hizo encontrar en aquellas líneas temblorosas lo que la guerra se había llevado. La aparición de Salvador allí donde solo quedaba silencio fue lo que le salvó de ella misma y de la ruina de un mundo desolado. No había desfiles ni hurras para quienes habían perdido el corazón. No le importaba quién fuera él, porque ella había visto lo que había en él. Salvador nunca le había hablado de su condición, ni ella de la suya, pero ambos sabían que lo que se decía en  aquellas cartas estaba por encima de cualquier entramado de desgracias. Supo ella que le amaba, lo notaba en cada trazo, en la electricidad que manaba de cada una de sus letras. Le costó mucho tiempo superar una muerte que hacía aún más tiempo temía cierta, pero los versos que escribía al muchacho cobraron sentido al recibir sus ecos reflejados en Salvador, los pliegues de papel arrugado cobraban vida como si el destino le hubiese enviado a un salvador que no podía más que ser él. Dejó de lado su niñez de cantares y redondillas cuando la guerra empezó, y conoció la verdad de la lírica del corazón tras conocerle. Ya no era una ilusión por encontrar suspiros, sino suspiros por saber que lo que sentía no era una ilusión.

       Había respondido prontamente y con grandes riesgos a la confesión del exiliado, pero rogaba le llegase el mensaje, y a la vez, que hubiese huido del cortijo antes de recibirlo. El tiempo apremiaba para todos, y dudaba de que hubiese ocasión para una respuesta escrita.

       En la última línea había una promesa, el padre de Sofía había sido destinado a Barcelona, aquello a Salvador le sonaba como Roma, pero a sabiendas de encontrarse hacia algún rumbo inclinado al norte, en alguna parte de la continuación de la tierra que pisaba. Sofía explicaba cuándo estaría allí, y cuándo y dónde podrían encontrarse. No había promesa de una huida juntos, ni siquiera una insinuación de cuento, tan solo un lugar y una fecha, unas indicaciones garabateadas en una encriptación lírica bañada en la esperanza ciega de que Salvador supiera descifrarla. Podrían verse si lograba salir de allí, quedaba futuro aún. Sofía había visto en él lo que él había visto en ella: la verdad; más allá de rostros y nombres, de distancias y edades, de banderas y colores, de glorias y pesares, había visto ella lo que había en él, y él había visto en ella lo que no pudiera creer.

       El fugitivo se levantó de su escondite, dando vida a la silenciosa habitación oscura, y puso rumbo a la puerta. Un cañón lleno de saña y plomo asomó por una persiana colándose entre las rejas impotentes de la ventana. El fogonazo iluminó la estancia desvelando un cementerio de muebles abandonados, Salvador se cubrió la cara y el trueno feroz dibujó un relámpago de sangre en la pared.

       Al suelo cayó un papel arrugado, bañado en la calidez oscura que sus palabras hacían al corazón impulsar.

       Los recuerdos encadenados brotaron en la mente de Salvador, los chillidos, los gemidos en la noche, los disparos dando salves a la Parca. Aquella noche que le arrancaron de su hogar hirvió en sus adentros como le quemaba entonces la herida de su mano. Intentó reprimir aquellas imágenes, intentó anclar de nuevo aquel recuerdo junto a tantos otros arrastrados desde el frente. Si no los acallaba se pondría a gritar, a llorar, y no quería darle esa satisfacción a sus captores, no quería aquello, quería sobrevivir, quería volar, quería ir allí adonde tenía que estar. Una mirada furiosa, frustración y dolo, le hizo resurgir de entre los muebles polvorientos. El cañón volvió a vomitarle una ejecución, Salvador la evitó ocultándose en las sombras. Y corrió. ¡Diablos si corrió! Ni los muros del cortijo ni los tanques de los que antaño huyera hubiesen podido evitar ser atravesados por su carrera. Sus pies sangraban, su mano sangraba, su frente sangraba, pero lo que más sangraba era su corazón, enviando olas de un influjo hirviente, vengativo, anhelante, ¡vivo!

       Corrió entre estancias escuchando los tambores de guerra de jarrones que estallaban bajo balas bien guiadas, de azulejos que se partían ante la mirada negra de escupefuegos uniformados, corrió sin pensar en correr, corrió pensando en volar.

       Saltó la tapia del cortijo como si el muro se hubiese inclinado ante su llegada haciendo una reverencia a la esperanza, corrió alrededor de la casa como si los ecos de los ladridos le dijeran el rumbo exacto a tomar. Corrió junto al olivo de su caída y hundió la mano entre sus raíces para convertirlo en el olivo de su despertar. En algún lugar de su mente, una voz le dijo que debía recuperar el cuaderno y la punta de lápiz que había escondido en él, que debía dejar un mensaje, una respuesta a aquella cita con el destino, algo que le indicase que aguardase, que él estaba por llegar.

       Los ecos se convirtieron en ladridos certeros, los ladridos en tierra batida bajo un estrépito de patas ávidas, la imagen de las bestias en su mente se tornaron en una visión clara de los tres perros que corrían hacia él.

       Y Salvador corrió nuevamente, buscando el amanecer, jubiloso su corazón, a punto de sucumbir al infarto su alma medrosa.

       Tan pronto como tuvo la certeza de que no lo conseguiría, lamentó haber recogido el cuaderno, casi lloraba su sonrisa al pensar lo estúpido de su acción, comprendió que había sido un engaño de la inercia al recibir la carta y necesitar volcarse a responderla, comprendió que necesitaba poner sobre papel su respuesta porque aquello era lo único que hacía su conexión con Sofía real. Pero no en ese momento, no entonces, pues Sofía ya era real, y le esperaba, semanas le separaban del momento y kilómetros del lugar, pero ya le esperaba, y no le podía fallar.

       Oyó voces gritando algo que no entendió, pues en largo tiempo no había hablado más que la lengua de los que sueñan despiertos; los disparos se sucedieron en ráfagas depredadoras sin esperar respuesta, los uniformes tomaron los campos y las balas levantaron tierra y terror a su alrededor.

       Los perros iban a darle alcance y sus pies descalzos no le podían ayudar.

       Miró atrás, por primera vez en mucho tiempo, queriendo ver la cara de los que debían darle un final, quería saber quiénes eran ellos, quería saber por quiénes iba a dejar escapar su vida, por quiénes iba a sangrar y gruñir, por qué desconocidos iba su vida a ser arrebatada y con ella toda esperanza y sueños por cumplir. Pero al girarse no vio verdugos soberanos del derecho a la vida y electores de muerte, sino que vio a un cura a la zaga de unos tiradores, corriendo a la velocidad del cojo con sandalias rotas, abalanzándose sobre las armas, forcejeando con hombres de diestra fuerza e intenciones zurdas. Vio cómo el anciano evitaba que le disparasen agarrando los cañones en sus manos de paja. Una bala silbó junto a Salvador y se preguntó si acaso no le habría matado de no ser por aquel hombre, otra bala voló hacia él y se clavó en uno de los perros que le seguían, y ante el chillido del animal Salvador se encogió y se sintió mal. Aun a punto de matarle, aquel disparo había sido incluso más injusto que todos los demás.

       El perseguido se perdió saltando por un balate oculto en las sombras, uno de los perros se achantó ante la altura, el otro se lanzó a las órdenes de los que habían callado sus disparos de fusil para dar paso a uno solo de pistola.

       El perro farruco ante su presa acorraló a un Salvador herido y extenuado. Hubiese el pobre deseado tener su cuchillo a mano, pero de haberlo tenido tampoco sabría de qué modo lo hubiese usado.

       Como si fuese un lobo a la espera del momento perfecto, el perro se agazapó frente a su presa sanguinolenta. El otro perro no tardó en encontrar el camino hasta la bajura donde se iba a dar por acabada la caza. Del perro herido por la bala, Salvador no supo nada.

       Los colmillos eran como todos los colmillos, como los de aquellos perros que él mismo tuviera y amara, como los de tantos otros perros juguetones, como los que habían mordisqueado sus manos en juegos y caricias leales. Pero la diferencia entre tantos otros perros y aquellos, era que a aquellos les habían hecho creer que sus vidas estaban hechas para cazar, para atemorizar, para matar. Y la culpa no era de ellos, ellos no habían tenido la opción de elegir, no era como tantos otros perros que a sabiendas se dejaban adoctrinar.

       Los perros no saltaron sobre Salvador en un glorioso final, sino que se acercaron soltando dentelladas, como el pellizcar incesante de la piraña, agitando sus cabezas buscando desgarrar y dañar una carne que temblaba.

       Lo siguiente que ocurrió formó parte del horror y no de una salvación redentora.

       Primeró sonó un plaf, y luego otro muy seguido, estruendosos y reverberantes, con ecos chatos y el chillido de dos perros con sus espaldas abiertas.

       En las últimas sombras de la noche vio Salvador a un joven con una escopeta, el muchacho no dijo nada, simplemente le miró y en sus ojos creyó leer la orden urgente de que corriera. El perseguido se levantó viendo cómo el que había silenciado todos los ruidos de la noche se esfumaba de nuevo entre los huertos dormidos. Por un segundo creyó ver en su cinto un cuchillo con el que tiempo atrás él mismo logró dar caza a un huevo descuidado en un gallinero.



       Salvador huyó lejos de allí, tenía un rumbo, uno que aparte de imaginar debía encontrar. Suplicó que la sangre hubiese borrado del papel las señas a las que se dirigía, y que los versos de la verdad a nadie más desvelansen lo que solo a él correspondía.

       Lamentó mucho llevar el cuaderno consigo, no solo por si le encontraban con él, sino porque consideró más que digno enterrarlo allí donde todo empezó, y si aquella historia acababa, fuese mal o bien, preferiría que aquellas páginas tuviesen su sepultura allí, y que jamás encontrasen su final abandonadas en un pedazo de tierra. Era todo él, él mismo, quien se encontraba escrito en esas páginas, era más él el ser volcado en el papel que el recluido en ese cuerpo consumido y herido que ya no reconocía. A sí mismo se prometió, que encontrase el final que encontrase, aquel diario volvería a su olivo.

       Emprendió un nuevo peregrinaje, sangrante y exhausto, pero esperanzado. Era el momento de enfrentarse a una realidad arrancada de sueños inconclusos.

       Era cierta aquella historia, era cierta ella y era cierto él. Había una posibilidad de que existiese un ellos en aquel mundo roto. Podría ver un rostro que nunca se había atrevido a imaginar, podría oír una voz que sonaría a vida, podría sentir la presencia de alguien que hasta entonces no había sido más, ni menos, que tinta sobre papel.

       La tormenta de la duda empañó sus ojos, el sueño iba a hacerse real, iba a tener el poder de doler de verdad. Sofía seguía siendo una niña, y aquel hecho de pecado tomaba formas concretas, comenzaba a dibujarse en su vida, ya no era solo una idea que le amenazaba con desvelos, comenzaba a ser un dilema que le fustigaba con cada paso a su encuentro.

       Las ideas que rondaban su cabeza germinaban en un camino que tenía consecuencias reales, consecuencias que no solo afectarían a los resquemores de un solitario escondido en una despensa, sino a personas vivas, a él, a ella, y aunque no fuese capaz de imaginar la existencia de más personas en el mundo, serían consecuencias que afectasen a otros, involucrando un mundo real y poblado, una vida llena de vicisitudes y gente ajena, la prueba misma de que recuperaba su vida, de que había vuelto a formar parte de una sociedad, a su lugar por derecho entre los vivos. Salvador tenía que responder al orden del mundo de allá afuera, y en aquel amanecer no solo se dibujaron ante la luz del sol los campos que cruzaba con los movimientos ocultos de una rata, sino que era como ver nacer ante sí al mundo del que nuevamente iba a formar parte.

       Salvador era libre, si conseguía escapar lejos de allí podría volver a empezar, entregarse al ritual de dejar quien era para ser quien debía ser, pero nunca olvidar, para ser quien quería ser. Era la única forma de sobrevivir que aquel campesino, soldado, desertor, de sí mismo exiliado, perseguido y retornado, pudo concebir.

       Una vez hubiese recuperado su derecho a habitar el mundo, y quizá lo que fue su patria, debería pensar en si aquel sueño posible debía ser realidad o si debía dejarlo escapar. Si acababa aquella historia allí, nada podría estropearla y siempre le debería la vida y el corazón a su Sofía. Si intentaba convertirla en realidad, debería enfrentarse al hecho de sus palabras torcidas, incluso habiendo sido perdonado, debería cargar con su dolor por siempre y debería asumir lo que a ojos de los justos no podría explicar, pues el reto mayor sería admitir que había quedado prendado de una niña, y que habiendo sobrevivido a mil penurias, no podía sobrevivir sin ser aceptado por ella.

       Debería dejar de lado sus convicciones y aceptar lo que su alma le obligaba a sentir, debería enfrentarse al mundo del que solo quería obtener el beneplácito y no más perjurios. Sería aquello retar a una suerte que ya hacía tiempo le había abandonado. Pero sobre todo sería asumir que en su interior no era más que un niño, un niño cobarde que jamás había llegado a ser hombre ni había querido serlo, y que solo encontraba consuelo en las palabras perfumadas de una niña de mente brillante y melosos requiebros. Debería renegar de cuanto era, cuando ya había renegado de quien era y cuanto tuvo. No podría respetarse, no sería propio de hombre recto sucumbir a semejantes tientos caprichosos, pero de no hacerlo, no podría perdonarse. Y es que le debía la vida, y por ella la perdería otra vez.

       Una noche bajo un cerezo solitario, rehuyendo de caminos inquisitivos y sirenas en las carreteras, Salvador se sentó decidido a tomar una determinación. Quedaban semanas hasta la fecha señalada, una fecha grabada en su mente, dibujada sobre un mapa que tan solo debía colocar en el lugar correcto del mundo real.

       Miró a los cielos y suspiró, ya no quedaban cosas que rogar, era un retornado sin hogar al que regresar, un cojo con un largo camino por recorrer, un manco con un destino que agarrar. Tenía muchas heridas por sanar, y otras por abrir. Bajo el cerezo solitario el hombre a solas con su ser quiso reconciliarse con su historia. Bajo el cerezo solitario el hombre reencontrado debía decidir el lugar al que deberían llevarle sus pies una vez acabada aquella persecución.

       Bajo el cerezo solitario, Salvador volvió. Y Salvador, por vez primera, a manos de sus propios designios y no los de otros, eligió.

Continue Reading

You'll Also Like

112K 1.8K 52
50 razones por las que te amo, 50 razones que nunca diré directamente ,50 razones por la que probablemente dejemos de hablarnos, 50 razonas por las q...
72.8K 4.3K 11
LIBRO RETIRADO. CONTIENE SOLO CAPÍTULOS DE MUESTRA. DISPONIBLE EN AMAZON UNLIMITED. Lilian Lovelace, siempre ha sido el ejemplo de la dama perfecta...
13.5K 1.3K 41
¿El hilo rojo que une a las almas realmente existe? Ese que dice que nuestras almas tienen una gemela con la que está destinada a encontrarse... ¿Y s...
102K 4.9K 33
Minho más conocido como Lee Know es un mafioso muy famoso por su droga, pero nunca pensó que el Policía Han Jisung lo estaría buscando con sus ayudan...