Prólogo a un temor

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       El sol no trajo un nuevo día a Salvador, sino un nuevo, y más que viejo, horror. El soldado se quedó tendido en el suelo, con la esperanza de que las sombras en la tierra fuesen hijas de un campo arado y no de unas vidas segadas.

       Vio cómo las luces cruzaban el saladero mientras la luz del sol llevaba a cabo su habitual baile; iluminando una a una las piezas colgadas, como si aquella carne muerta marcase las horas, y el brillo cegado por la grasa de los ganchos, le recordase de lo que se escondía. Pasó así el día entero, sin que le atacase el hambre, la sed o el sueño; prisionero de un hastío aborrecible. El sonido de un gallo en alguna parte, dibujó en su mente, con espantoso detalle, cada uno de los amaneceres en los que lo horrendo de la condición humana había matado la belleza del alba e incluso robado el frescor del rocío. Fue un amanecer cuando él huyó por vez primera, fue un amanecer cuando lo hizo por segunda vez, y fue aquel amanecer cuando decidió, también por vez primera, no volver a huir.

       Cuando cayó la noche se sentía indispuesto, pero obligó a su cuerpo a responder, tenía algo que hacer, algo de vital importancia. Bajó por la escala, y casi olvidándose de respirar, caminó directo hacia los cinco montones de tierra. Cinco, eran cinco; tal como habían sido cinco los versos de la verdad que le susurrase Sofía, ahora encontraba otros cinco versos, que sin voz que los susurrase, hablaban de la verdad de las verdades. Una verdad ineludible y que hace que todos nuestros destinos rimen.

       Pensó en la fotografía con aquellas cinco personas. La niña de mirada tímida, el joven de piel dorada, el jinete de facciones distinguidas, el hombre de la azada y su mujer sonriente. Pensó en que no podía ser coincidencia, y coincidió con su temor en que tampoco podía tratarse de un mal juego de luces y sombras. El cura había abandonado la carta con sumo respeto, él sabía del destino del destinatario, él sabía dónde encontrarlo, pero no se atrevió a hallarlo. No había un solo montón de tierra, de esos que roban nombres y destinan a sus huéspedes al anonimato, había cinco. Alguien había dedicado a cada uno de ellos el mínimo homenaje que les pudo ofrecer. No había marcas, señas, ni una flor marchita siquiera con la que honrarles, pero con discreción, amor, y posiblemente habiéndose jugado la vida en ello, alguien había pedido a la tierra recibir a aquella familia.

       Salvador no podía creerlo, y peor aún, estaba dispuesto a comprobarlo. Tenía que saber quiénes eran ellos, tenía que saber qué había ocurrido, cómo se habían llamado, quién les había hecho aquello, a quién debía aquella ayuda que le había salvado y ante quién debía responder cuando hiciese lo que se sentía obligado a hacer. 

       Se acercó a los cinco montones de tierra, se agachó junto al mayor de ellos, supuso que el jinete ocuparía aquel lugar, y que si alguien tuvo el porte de aguantar con la cabeza alta aquella condena, aquel debía ser el jinete, de rostro adusto y semblante firme, objeto de veneración y amado por su querida Sofía; era a él a quien debía ver. Tenía que confirmar que era él, no podría romperle el corazón a aquella mujer si antes no estaba seguro de que el destino era el responsable, y no sus palabras temerosas.

       Conteniendo las lágrimas y luchando contra las arcadas fruto de la ansiedad, Salvador, de rodillas junto al montículo, hundió sus manos en la tierra blanda con la esperanza de que aquella innombrable labor se viese justificada con la dicha del que obtiene la verdad, y de que no durase lo suficiente como para desmayarse sobre la tumba y despertar en el mismo infierno.

       Ciertamente no hubo removido la tierra demasiado, cuando se topó con el tacto de la tela áspera sobre un rigor que le era conocido. Retirando los restos que volvían a caer en el pequeño cráter abierto en la tierra y en su conciencia, descubrió entre sus dedos un botón. Algo más abajo y encontrándolo aunque ya no quisiera, se ocultaba un uniforme militar, sucio por la tierra que le vio nacer, descolorido por el uso contra sus hermanos, y teñido por la sangre que ya no llevarían sus hijos.

       Un ataque de repulsa, ajeno al cadáver pero no a los hechos, hizo al soldado ceder ante las arcadas. Y con el rostro embotado y los ojos hundidos, Salvador se tragó su propio vomito, amargo de dolor y rabia, por no insultar lo ya profanado y por no ver derramado en el suelo el contenido de su negra alma. 

       Llorando sobre el pecho de aquel soldado (como tantos otros soldados que había visto antes, como tantos otros agujeros en la tierra que había visto abiertos al amanecer), pidió perdón mientras abría el bolsillo de la pechera en busca de la respuesta que le eximiese de aquel delito atroz. Y allí lo encontró, no lo que buscaba aquella noche lúgubre, sino lo que iba a necesitar para sobrevivir a ella. En el bolsillo de aquel uniforme encontró un cuaderno, y dentro del mismo, un viejo lapicero.

       Sus ruegos de perdón se volvieron lastimosos agradecimientos. Y viendo que el muerto le había confirmado la misión encomendada, cubrió el cuerpo de nuevo, y sin temor a represalias, pues hacía días que él también estaba muerto, el desertor hizo leal servicio a quien verdaderamente manda sobre los ejércitos de los vivos, y erigió cinco cruces sobre las cinco tumbas haciendo caso a su corazón.

       Corrió al pozo y se lavó el cuerpo entero, ni un grano de aquella arena debía tocar la carta que tenía que escribir. Entre sollozos y castañeteos, eliminó de su cuerpo hasta el último ápice de suciedad incrustada entre sus uñas, y despojado de toda ropa bajo la luz de la luna, pues desnudo se sentía de igual manera, lavó su desconsuelo encontrado un nuevo sentido a su vida. Una vez hubo terminado, se sentó en el suelo de la despensa, apartando las viejas mantas por temor a dormirse, y a la luz de una vela cogió el pequeño lápiz y pensó en cómo contarle a aquella mujer piadosa que su amado no volvería a ella.

       Sintiendo un vacío inmenso en su interior, Salvador no pudo más que apretar el pequeño lápiz entre sus dedos y mirar fijamente las hojas impolutas del cuaderno. El lapicero cedió al estrangulamiento de sus rencores, y partiéndose en dos hizo al soldado volver en sí.  Se dio cuenta entonces de que toda aquella empresa estaba condenada al fracaso, tan delicado era el corazón a herir, que todo lo que atañese a la sangrante herida se veía expuesto a aquella extrema fragilidad. Y con el lápiz partido en dos, comprendió por vez primera que precisamente porque todo aquello, desde el maldito inicio, no había estado destinado más que al fracaso, él tenía que hacer, lo que a pesar del dolor prometido, tenía que hacer.

       Respiró hondo y se consagró a sí mismo, y sabiéndose necesitado de una fuerza superior que le ayudase en aquel camino, arrancó una página del cuaderno y grabó en él un salmo de salvación. Derramó palabra a palabra cada uno de los versos que se habían negado a abandonarle. Dobló el papel con suma veneración y lo guardó en el pecho de la camisa. Se sintió egoísta al hacerlo, como si robase un mimo a aquel hombre que yacía bajo tierra, pero era necesario. Sintió un profundo alivio al haber logrado anclar a su realidad aquellas proclamas de vida, solo con aquellas raíces se sentía de nuevo en contacto con el mundo del que había sido desterrado, estaba listo para realizar la tarea encomendada, por vez primera sus lágrimas fueron de felicidad. De hecho, en aquel trozo de papel jamás lograrían leerse aquellos versos, pues los regueros salados los borraron casi antes de haber visto aquellas rimas por las hojas desfilar; mas cualquiera podría saber con certeza, que Salvador no necesitaba leer los versos, pues ya formaban parte de él. 

       Ya preparado para la tarea encomendada, guardó la mitad posterior del lápiz partido en un pliegue de la cubierta del cuaderno, y con la casi diminuta punta restante, trazó las primeras líneas de su destino:

Queridísima Sofía:

No sabría por dónde empezar...

Hoy ha sido el día de las veces primeras, pero creo que todas ellas no se resumen más que en una: la vez primera que...

Sofía la Jovenحيث تعيش القصص. اكتشف الآن