Prólogo a la piedad

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       Temblando las manos y con lágrimas en los ojos, Salvador corrió a su refugio en la despensa. Se abrazó sobre las mantas apretando el papel contra su pecho y dejó salir un llanto lleno de espasmos y bocanadas de angustia que no podía parar; lo había necesitado desde el principio de aquella nauseabunda guerra.

       La luna ya iluminaba el níspero cuando se liberó del agarrotamiento que le aferraba a aquel trocito de vida arrugado. Se estiró sobre el jergón hinchiendo el pecho con el aire nuevo de la noche, y sintiéndose cansado pero aliviado, se enjugó las lágrimas de los ojos y se puso en pie.

       El mensaje era una hoja sola. Pero era suficiente para arriesgarse a encender una llamita que alumbrase sus palabras, y más que suficiente para pasar la noche repasando una a una sus filigranas. La mirada solo se despegaba del papel para con ansiedad espiar por la ventana. Temeroso de que llegase el sol y su imperativa orden de dejar la carta donde la había encontrado, Salvador quiso grabar en su propio ser el contenido de aquella epístola abandonada.

       El canto de los pájaros llegó al silencioso patio antes del amanecer, sorprendiendo al soldado rumiando versos entre unos labios cortados. Maldiciendo a las aves por despertar al día, Salvador dobló la carta cuanto mejor supo, y como quien se despide su hogar, en silencio y sin querer pensarlo más, dejó el sobre amarillento frente a la puerta del cortijo. Cuando el sol asomó en el horizonte, la puerta hacía rato ya que había callado, pero el soldado entre sus mantas no podía mantener a su mente en silencio.

       La carta iba dirigida a un hombre, sin embargo el nombre de aquel santo agraciado no vio su forma escrita en el papel. En dos breves líneas, un trazo diestro y amaestrado, hablaba de cuánto le echaba de menos, y en cinco simples versos, cinco que Salvador bebió como un credo sagrado, derramaba la tinta cuanto de verdad había en un amor desafortunado.

       Eran versos trágicos que el soldado no podía dejar de repetir, cinco verdades para describir un pasado, un presente y un porvenir. Cinco salmos de arrebato y dolor, cinco esperanzas construidas entre los engranajes en movimiento de ese tiovivo que era el tiempo escapando del amor.

       Salvador no pudo preguntarse a quién irían dirigidos esos versos, ni dibujó en su mente a aquella Sofía que le había traído de vuelta los sabores de la vida, era amargo aquel poema, pero amargo es un sabor. El soldado vestido de trapo quedó prendado de unas rimas sin dueño, y aquel día de sueños rotos y pesadillas al acecho, no pudo más que rogar por que su mente no olvidara aquellas palabras. La carta seguía allí, seguiría allí, tan cerca pero tan lejana como la pluma sofisticada que le otorgó sentido de existir a aquel trocito de papel. Y sin saberlo, a él.

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now