Prólogo a un único destino

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       Si los cuatro jinetes del Apocalipsis, que tantas pesadillas le dieran de pequeño, hubiesen galopado en aquel momento por los campos, Salvador, pies descalzos a la carrera, podría haberlos adelantado sin miramientos, y de tener la oportunidad, saltar a sus grupas y cabalgar a pelo sobre sus pesadillas lejos de allí. Semejante fue el horror que le recorrió la médula, sacudiendo cada fibra de su cuerpo, haciéndole estremecer de cabo a rabo.

       El exiliado cruzó los campos como la liebre, con el corazón en la garganta y esperando ese pellizco que le tumbara para siempre. Corrió y corrió, no había ortiga, cardo, zarza ni cántaro quebrado que hiciese a sus pies sangrar lo suficiente como para frenarle. Sacó fuerzas de donde nunca las hubo. Sus pulmones se rajaban con el frío del anochecer entrando por su garganta seca, notaba un sabor metálico en la boca que le amenazaba el ritmo, pero prefirió ese metal al de los rifles y el sabor a sangre en su boca a la de los perros. Cruzó junto al olivo que le echase a tierra aquella noche lejana, y sin tiempo para más, su mente trepó al árbol, pero su cuerpo siguió corriendo. Se percató demasiado tarde de que hubiese sido una forma de escapar al dolor animal, pero sus pies no se frenaron y dejó el olivo atrás, ya no había altura cercana que le salvase de las dentelladas.

       Los perros se oían lejos, aun cuando ninguna distancia sería suficiente, como acallados, entre gemidos y un trajín de seto y acecho. Salvador giró sobre sus pasos astillando sus instintos, se hundió bajo las ramas de los árboles y trepó por la higuera que había en el lateral del cortijo, su corteza ofreció caricias suaves a sus pies que el olivo no le hubiese brindado. Una vez estuvo a la mayor altura que pudo alcanzar, miró hacia abajo, y en un lamento por su estupidez, maldijo lo cerca que estaba el cortijo y las cientos de oportunidades de sobrevivir que le hubiesen ofrecido sus muros y el laberinto de habitaciones tan bien conocidas; incluso pensó en el saladero oculto, aun sin aventurarse a mirarlo por no desvelarlo a quien pudiese estar mirándole a él.

       Se abrazó a las ramas como si fuese una cría de gato a punto de caer, en sus oídos solo oía el latir frenético de su corazón acompasado por un respirar que sonaba como el rasgar de telas viejas. No se atrevía a buscar ojos acechantes, ya fuesen estos de perro sarnoso, de hombre uniformado o de un fusil bien alineado hacia su pecho. Se quedó allí parado, oyendo el silencio repentino. Creyó que se desmayaba, y a sus sentidos abandonándole junto a su consciencia. Pero no era así, realmente había silencio. Donde quiera que estuviesen los perros alguien los había callado, alguien los había frenado. Pero él sabía que seguían ahí, los podía notar, podía notar en el aire de la noche que alguien acechaba, que alguien aguardaba. Le estaban vigilando. Quizá cabía la posibilidad de que le hubiesen perdido de vista, pero ellos sabían que no debía estar más allá de los árboles, y Salvador sabía que ellos no debían estar más allá de los flancos del camino. Y en la quietud, todos esperaron.

       Salvador estaba agotado, temía parpadear por si su mente le abandonaba y su cuerpo caía del árbol, y a la vez temía mantener los ojos abiertos por si la luz de la luna se filtraba hasta su escondite y el leve brillo de su mirar lloroso hacía de faro atrayendo a quienes aguardaban. A su mente vinieron las imágenes de las que había estado huyendo todo aquel tiempo. La maldita guerra le había preñado con terrores profundos, recuerdos de un miedo y un dolor de sed letal habían estado gestándose en su interior durante su tortuoso trayecto. Desde que puso un pie fuera de su pueblo había estado negándose todo aquello. Pero en aquel momento, una vez muerta la guerra, la vida y su esperanza, Salvador estuvo a punto de dar a luz a aquellas memorias encadenadas a su primera noche frente al enemigo de su existencia. Ecos de gritos lejanos empezaban a sonar en el fondo oculto de su cabeza, perros tiroteados frente a su casa, voces que pedían lo impedible, llantos, despedidas sin acabar... Pero una imagen tiró de aquellas cadenas y todos aquellos recuerdos volvieron al silencio, evitando a Salvador caer en la locura.

Sofía la JovenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora