Prólogo a un secreto

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       Las misivas se continuaron como las gotas de una lluvia de verano, infinitas y plenas, cuyo tacto refresca el pesar tostado al sol.

       El alivio insuflado por cada nueva respuesta hacía a Sofía más locuaz si cabe. En sus páginas de júbilo adormecido se desperezaba su mera esencia. Oculta en la distancia, le valía con saber que su amor estaba vivo, le bastaba con leer lo que de su mano surcaba en trazos, y no perdía tiempo en promesas de reencuentro. El enlace de sus miradas podía esperar, pero no el saber que seguía ahí, por ella, para ella.

       Salvador, no obstante, dormía en la duda y velaba la vigilia de sus propios tormentos. Unas veces sospechaba que Sofía sabía que él no era quien pretendía,  otras, en cambio, se creía el jinete merecedor de sus caricias en forma de verso. No renegaba de las cuitas del amor, pero tampoco podía lidiar con las medias tintas y el pecado de su encierro.

       Aquella mujer de honor, tan entregada, seguía bailando las letras y domando los pensamientos del desertor. Bien sus frases fuesen certeras como un dolor, o bien fuesen un vago reflejo de algo que no era más que lo que no debiera ser, en el centro de la balanza se encontraba Salvador. Entre líneas versaba la verdad de la dama y en los espacios vacíos de cada vocal se podía palpar el eco de su sonrisa, con cada punto se trazaba la línea invisible del rostro serio de quien medita lo que escribe, con cada requiebro en su trazo se adornaba un mirar profundo que engaña pero no miente.

       Salvador ya no sabía lo que aquella mujer de mujeres tenía en su mente, ni sospechaba lo que podía dar cabida en su corazón. Y lo que era más cierto, y no por ello menos ilusorio, Salvador ya no quería saber. De ella bebía y de ella quería comer. Era su alimento, su único sustento. Ya fuese el escriba el jinete o Salvador, los antojos de aquel amor le amarraban a su lápiz macilento, y a ella le hacían bordar un lazo entre ambos, capaz de atrapar al mismo viento si así lo quería.

       Pero no fue la oportunidad surgida de la duda lo que hizo a Salvador continuar, sino el explorar las palabras de la que quería que fuese su Sofía, pues ella no era suya ni de nadie, y nunca nadie sería digno de pensar siquiera en tener su complicidad; pero aquel dibujo que se formaba en su mente solo podía pertenecerle a él. De ella quería recoger los sonetos que formasen su imagen, pero aquellos cantos tenían que corresponder a su única verdad. Por ello le imploraba, sin apenas decirlo, que descubriera lo que estaba oculto, le rogaba perdón por esconder su nombre, y le suplicaba el amor que le daba a quien ya no podía sentirlo.

       Lo cierto y lo incierto caminaban de la mano sobre el canto de las cuartillas arrancadas. Quizás su letra no pudiese imitar a la del soldado caído, pero nada importaba, pues sus palabras brotaban de su puro pecho y por seguro tenía que no hay forma de falsear lo que sale de las entrañas. De aquel modo, tan adicto a la más irrefutable verdad, como a la más cruel de las mentiras, el desertor conoció a la mujer sílaba a sílaba.

       Resultó Sofía tener tan buena pluma como arrojo, y el corazón se le paró de puro pánico al desertor, al ser conocedor de que Sofía había luchado en el frente. Y a buena cuenta quedaba que varios habían caído ante el beso sin saña de su garrote. Pálido y con la sangre helada rasgó el papel sin quererlo ante tal atrocidad dibujada con tan mansas palabras. La guerra había acabado y las cartas habían estado viajando largo tiempo por aquellos campos, pero el desertor, petrificado, sintió como si el peligro se cerniese sobre Sofía en aquel mismo instante. Como si las balas aún le silbasen al oído, como si los ojos negros de los fusiles pudiesen verla a ella, cuando él no había podido ni soñarla. Ni el agua helada del pozo pudo desatar el nudo seco de su garganta.

       Entre vuelos de papel tuvo Salvador que rogarle más de una vez vida al pozo. Aquella mujer docta en el saber, en la vida y el sentir, resultó ser conocedora de los lujos del que esgrime sus colmillos en las calles. Era sin comparación una mujer fuerte, que relataba con denuedo sus pendencias, otrora con olor a jazmines, ahora a pólvora y tierra seca. Una mujer de valor, que con vitalidad guerrera defiende lo que ha construido. Sofía la Experta, Sofía la Gran Señora, Sofía la Mujer de Bandera, era versada en todo, hasta en la guerra. No dejaba por ello de ser delicada y doncella, y no por ser dulce y gentil dejaba de poseer el valor que le faltaba a muchos y sobraba a ninguno. En su sentir fiero devenía el furor de una mujer que no concebía un mundo sin alguien a quien dedicar poesía, y en aquella bravura para ofrecer la propia alma a otros, tampoco imaginaba un mundo de pasividad en el que la lucha por el cambio pasase tan solo por la palabrería. Salvador no podía contener en su pecho su impresión. ¿En qué falta podrían señalar reyes y señores a aquella mujer? ¿Qué mundo sería aquel sin astros como ella?

       Sofía la Domadora de Mundos iluminó el espíritu del desertor y le infundió valor. Salvador se levantó de su lecho de moscas e hizo leña los portones que confinaban su ser. Comenzó a explorar los campos aledaños, pero no como hiciera cuando sus pesares le habían despojado de toda prudencia, sino que puso pie, ojo y mano labradora en aquella tierra yerma. Tenía claro que allá afuera había algo más que la sombra que rodeaba su encierro, allí había un mundo donde ella había luchado por un nuevo día, y él podía, quería, debía, tenía que formar parte de ello.

       Se vistió y equipó de prestado, y de prestado rindió cuentas a verduras y frutas de huertos cercanos. No iba el hambre a acabar con lo que la sed de justicia había empezado. Ignoraba cuánto tiempo había pasado sin probar bocado, pero si quería que sus piernas no le abandonasen en momentos indigestos, debía recuperar la forma de la que ya era parodia.

       Le tentó en su afán de prestado un gallinero, y cuchillo en ristre enfiló a una gallina poco despabilada; pero acabó cuidando por lo pronto de un bolsillo roído que ocultaba un solo huevo.

       Poco a poco creció en vigor y esperanza. Su moral casi huérfana se había elevado, había un mundo al que él pertenecía, un mundo por el que otros habían luchado, pero cuyo tejido podía rasgar hasta encontrar ese hilo que lo guiaría hasta un hogar.

       Lo cierto es que robó en aquellos días, pero también sobrevivió. No nacieron en España los pícaros por nada, ni basados en humo y supercherías surgieron sus grandes representantes. ¿Era más ladrón de vida el zorro por asaltar el gallinero, o el hombre por levantar la cerca que encierra a los animales en el corral?

       Vivió Salvador como el perro al que quitan la correa pero le silban de vuelta tras guardar el ganado. Volvía cada amanecer a su refugio, y las semanas las contaba por el goteo de nuevas cartas. Con aquella correspondencia lloró y rio. Se encontró agarrándose del pelo cuando las palabras despreocupadas de Sofía evocaban sus propios dolores, pero culpa no tenía aquella sabia de dulces mimos, y pronto sanaban las heridas con sus palabras. Le vinieron imágenes de muerte, ya las quisiera o no las buscase, en contraste con las letras que iniciaban bromas que solo ella entendía. Algunos de sus versos de esperanza, hacían estallar en la mente del penitente de sus amores, el sonido de fusiles en las madrugadas, el tacto áspero de vendas en los ojos y el color sucio de banderas pisoteadas. Pero Sofía también dibujaba en su corazón campos de flores que no habían sido aplastadas por botas viejas. En la ambigüedad de sus creencias había un lugar para las ilusiones de Salvador, volviéndose su contacto, recluido en tinta, más necesario que la comida rapiñada a la sombra de los ganchos desnudos.

       Las semanas y los meses no eran nada si las palabras no hablaban de su paso, y a la vez aquella nada pesaba sobre todo su ser, pues la espera le afligía como una demora eterna a su pecho anclada.

       En cuanto llegaba el mensaje a su puerta, Salvador contenía el aliento para no iniciar su carrera hasta él. Una vez el silencio roto por la chicharra le indicaba que el camino estaba libre de miradas, lo recogía con ansias y lo observaba con veneración. Arrimaba el sobre a su rostro enjuto, pues su tacto y olor era todo cuando necesitaba. Aquellas eran las caricias de la mujer a la que amaba. Su piel se dejaba rozar por aquella fibra amarillenta que había estado en contacto con aquesas manos invisibles y delicadas. La tinta vertida con dulce ingenio le hacía imaginar movimientos gráciles a la sombra de una sonrisa secreta. Su amor y admiración no podían más que crecer como la lumbre hambrienta sobre el rastrojo. En los vaivenes de su correspondencia descubrió que toda luz brillante debe tener su sombra, y que la sombra desaparece de la vista cuando la luz ciega.

       Dejó de importar si Sofía sabía quién era él, pues él en ningún momento había sabido quién era Sofía. Descubrió con diversión los requiebros que oculta una vida contenida en tinta, como el hecho de conocer que la diestra maestría con que se edificaba cada trazo sobre el papel, provenía de una pluma zurda. U otros descubrimientos que hicieron también crujir los susurrantes pliegos, como la vez ladina en que con resignada risa quebrada, halló entre letras que aquella mujer de fusil y rosas, guerrera y sabia, que había azotado con infamia los estragos de la vida y burlado las trampas del destino, aquella mujer gloriosa que le escribía con semejante fervor lleno de ternura, aquella tinta de oro que le infundió amor cuando ya no quedaba ni vida, resultó sin más, provenir del tintero de una niña.

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now